El problema de la naturaleza patológica de la forma de determinar los integrantes de esta decisiva pieza de nuestra maquinaria constitucional continúa vigente
Cuando en 1985 Alfonso Guerra decretó la muerte de Montesquieu, sabía lo que decía. En efecto, el sistema de elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial exclusivamente por el Parlamento mediante un reparto por cuotas de partido, en el que los nombres sometidos a votación en las Cámaras son previamente acordados por los líderes de los distintos Grupos políticos, es totalmente contrario al principio de independencia judicial, tal como señaló el Tribunal Constitucional en la extraña sentencia en la que avaló esta perversión de la separación de poderes. Por un lado, advirtió del peligro y por otro lo permitió. Misterios del Supremo Intérprete de nuestra Ley de leyes, que se descuelga con más frecuencia de la deseada con resoluciones contradictorias o políticamente sesgadas.
Este insatisfactorio estado de cosas desde una perspectiva democrática ha durado cuatro décadas, sin que ninguna de las dos principales fuerzas haya hecho nada por modificarlo. El PSOE porque todo lo que sea facilitar la invasión de los órganos constitucionales por los partidos encaja con sus tendencias totalitarias y el PP porque siempre se ha encontrado cómodo, por muchos asquitos con los que de vez en cuando finge escrúpulos, con las ventajas que otorga la partitocracia a la hora de repartir cargos y prebendas. De hecho, desperdició dos mayorías absolutas sin mover un dedo para sanear esta lacra. El reciente acuerdo para renovar el CGPJ, tras más de cinco años de bloqueo por la incapacidad de populares y socialistas de pactar su composición, no ha cambiado el carácter intrínsecamente deficiente del método en vigor.
El perjuicio para la imagen internacional de España y para los sufridos ciudadanos era ya de tal magnitud que hubiera sido una irresponsabilidad intolerable mantener esta escandalosa interinidad
La presión del estamento judicial y de la Unión Europea ha terminado por llevar a Feijóo y a Sánchez a la mesa de negociación bajo la tutela de Bruselas, siendo sus delegados el triministro Bolaños y el novelista González Pons. La situación había llegado a ser verdaderamente insostenible, con el Tribunal Supremo al borde del colapso y bastantes Tribunales Superiores Autonómicos sin presidente. El perjuicio para la imagen internacional de España y para los sufridos ciudadanos era ya de tal magnitud que hubiera sido una irresponsabilidad intolerable mantener esta escandalosa interinidad. Por supuesto, la maniobra dudosamente legal del PSOE de privar a un CGPJ prorrogado de su capacidad de realizar nombramientos ha contribuido eficazmente a pudrir el problema hasta que su hedor ha resultado insoportable. Desde esta óptica, el acuerdo ha representado un alivio y ha de ser bienvenido. Ahora bien, no nos dejemos cegar por la satisfacción de haber desclavado un punzón oxidado del normal funcionamiento de nuestra estructura institucional. El problema de la naturaleza patológica de la forma de determinar los integrantes de esta decisiva pieza de nuestra maquinaria constitucional continúa vigente y veremos que emerge del punto del acuerdo en el que se encomienda al nuevo Consejo la elaboración de un borrador de reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial para que los jueces y magistrados tengan un papel directo en la elección de los vocales del que actúa como su gobierno interno. El texto normativo que propongan deberá ser, lógicamente, refrendado por las Cortes, procedimiento que suscita considerables dudas sobre su contenido final.
El acuerdo entre PP y PSOE ofrece algunos efectos positivos adicionales a su propia consecución. Excluye que un exministro pueda ser Fiscal General del Estado, mantiene las mayorías parlamentarias reforzadas para elegir a los vocales del CGPJ, atempera ligeramente el chirriante fenómeno de las llamadas puertas giratorias y no ha otorgado ningún puesto a los separatistas. El que no se consuela es porque no quiere.
Los diputados del Congreso y los senadores no son representantes del pueblo, sino empleados del jefe del partido que los mueve a golpe de silbato
La separación de poderes es una ficción si su origen somete de una u otra manera a uno de ellos a los otros, en otras palabras, para que sean auténticamente independientes deben estar libres de cualquier posibilidad de coacción entre sí. El derecho comparado nos muestra ejemplos en otros países donde esta característica indispensable de una democracia sana y operativa está mucho mejor garantizada que en el nuestro. En España, la Carta Magna de 1978 abre la puerta a varios abusos graves. Los diputados del Congreso y los senadores no son representantes del pueblo, sino empleados del jefe del partido que los mueve a golpe de silbato, clara muestra del dominio del ejecutivo sobre el legislativo derivado de las listas cerradas y bloqueadas dictadas por la cúpula partidaria y de circunscripciones de millones de votantes. El presidente del Gobierno puede adquirir un control de prácticamente todos los elementos del Estado que le convierta en un autócrata. Si la presidencia, por azares desventurados del destino, recae en un individuo del perfil psicológico y moral del actual inquilino de La Moncloa, este defecto se transforma en pesadilla y pone en peligro la existencia misma de la Nación. Las maniobras torticeras que conducen a que un Ejecutivo desaprensivo a través de un Legislativo sumiso ponga sus zarpas sobre el Judicial, hemos visto sobradamente qué tipo de aberraciones alcanza a producir. Por citar un último motivo de desazón, un modelo territorial centrifugador combinado con el crecimiento de micronacionalismos agresivos fragmenta la Nación y la expone a golpes de Estado secesionistas sin que su neutralización sea lo bastante efectiva.
El sabio Señor de la Brède sigue, pues, en su sepulcro, por lo menos en lo que a España se refiere, aunque la reciente componenda entre PP y PSOE haya maquillado púdicamente el cadáver.