Que nadie imagine un desliz de Cristóbal Montoro del que ahora se arrepiente. Que nadie crea que se ha dejado llevar por ese deseo reprimido de propia reivindicación que le tienta cuando ve cómo los aplausos, si los hay, son siempre para los demás, mientras los palos los recibe en régimen de monopolio. Todo lo que está pasando él ya lo había calculado antes de que el lunes EL MUNDO abriera en portada con la entrevista que le ha valido el requerimiento del juez Llarena.
Montoro es un hombre que habla mucho pero que calla mucho más. Quizá le cuadre el apelativo marianista de parlanchín, pero le sobra experiencia para calcular los efectos de sus palabras. Incluidos los efectos judiciales. Por eso mismo no se prodiga en los medios. Debe de ser el único ministro que todavía no ha ido a la televisión a bailar o a poner la cara para que se la partan, que es para lo que sirve sobre todo un político de nuestro tiempo. Ahora bien, cuando Montoro concede una entrevista, es porque quiere transmitir un mensaje. Ya puede uno insistir, que sólo recibirá la ansiada citación en la calle Alcalá cuando él lo tenga decidido. A partir de ese momento uno se limita a escuchar, atónito por momentos, y luego se abalanza sobre el ordenador con el mismo espíritu con que Filípides salió corriendo de Maratón.
Porque ese es el mensaje: que hay una guerra. Y que esa guerra no se está librando sólo entre los separatistas y el Estado, sino también entre distintos defensores del Estado entre sí. Por un lado, los informes de la Guardia Civil ordenados por la Justicia tratan de probar un desvío de fondos para financiar el referéndum ilegal que justificaría el delito de malversación. Por otro, el Ministerio de Hacienda –que no es sólo Cristóbal Montoro: hay un puñado de gente trabajando allí, y en plena campaña de la renta no hace falta que les jure que son profesionales verdaderamente inquisitivos– asegura que desde que asumió el control de las cuentas de la Generalitat no le consta una sola partida de dinero público destinada al golpe separatista. Montoro no niega la malversación: lo que niega es que se haya producido bajo su supervisión, a partir de mediados de septiembre. Admite que le hayan podido engañar falsificando partidas, pero eso hay que probarlo. Él le dará a Llarena toda la información que le pida, naturalmente. En Hacienda se mostraban ayer muy serenos tras conocer el requerimiento del magistrado, cuyo humanísimo enojo nos explicamos perfectamente: primero un tribunal regional teutón se mofa de sus argumentos para reclamar a Puigdemont por rebelión y después un ministro del mismo Gobierno español, al defender su propia diligencia, favorece la estrategia de impunidad de los golpistas. Aunque Montoro insiste en que no es preciso transferir dinero para incurrir en malversación: basta cualquier utilización de recursos públicos con fines ilegales, incluyendo la apertura fraudulenta de un colegio electoral.
En la grieta que se ha abierto en el corazón del Estado busca su cínico refugio el separatismo. El espectáculo de la discrepancia en el bando de la ley es oxígeno para la hueste hispanófoba, sin olvidar que nos mira toda Europa, capital Berlín. Pero nadie debería olvidar que si la democracia española comete errores en pos de la verdad y de la justicia es precisamente porque ambas le importan, a diferencia de los sediciosos, para los cuales la mentira y la imposición no son sino clásicas herramientas revolucionarias. Y a todo esto, ¿alguien sabe algo de Mariano Rajoy?