ABC-ISABEL SAN SEBASTIÁN

Las defensas utilizan cada debilidad mostrada en su día por el Gobierno de Rajoy como argumentos a su favor

EN el mejor de los casos, Cristóbal Montoro, a la sazón ministro de Hacienda, hablaba a humo de pajas cuando, en septiembre de 2017, afirmó tajantemente en el Congreso de los Diputados que ni un euro de dinero público había sido destinado a financiar el proceso golpista culminado días después con un referéndum ilegal y una proclamación unilateral de independencia. En el peor, mentía a sabiendas. Lo único seguro es que esas palabras, repetidas en una entrevista periodística con idéntica vehemencia y torpemente matizadas ayer ante el Tribunal, constituyen la mejor defensa de los imputados por el golpe del 1O frente a la acusación de malversación a la que se enfrentan en el Supremo. ¿Merecía la pena poner en riesgo el desenlace de esta causa vital para nuestra democracia y para España, simplemente con el fin de salvar la cara? La respuesta evidente es «no». Pero Montoro, acosado en su día por la legítima crítica política, prefirió atrincherarse en su posición y rechazar la posibilidad de que sus tutelados catalanes consiguieran poner urnas en los colegios electorales, tal como acabó ocurriendo, antes de admitir que acaso le hubiesen engañado burlando los controles de su Ministerio. En el papel de testigo, sin embargo, a preguntas de la Fiscalía, ya no estaba tan seguro. Su discurso había mutado hasta el punto de admitir que la Generalitat pudo «hacer trampas» y «utilizar en la sombra» el dinero del contribuyente para llevar a cabo su plan ilegal. En cuanto a sus declaraciones a un conocido periódico, se refugió en que, ante los medios de comunicación, «todo el mundo simplifica». Un alarde de cinismo sumamente imprudente, indigno de quien durante años ha llevado las cuentas del Reino sometiendo al contribuyente a un trato inquisitorial propio de tiempos pretéritos.

Ya desde el principio de su instrucción el juez Pablo Llarena dejó constancia de que la polémica afirmación del ministro «contradecía las fuentes de prueba» y estaba siendo utilizada por alguno de los acusados como argumento exculpatorio. O sea, que el responsable de las finanzas nacionales había torpedeado su labor, sin otra finalidad que la de justificar su gestión ante la oposición parlamentaria negando que los separatistas al mando de la Generalitat le hubiesen metido un gol de libro al eludir los controles de su gabinete y emplear parte del dinero de nuestros bolsillos en financiar una intentona golpista. Montoro no rectificó en ese momento y tampoco se desdijo abiertamente ayer en la sala, aunque trató de evitar echar agua al molino de los abogados defensores recurriendo a confusas explicaciones, después de que Artur Mas fuese el primero en invocar esas fatídicas declaraciones para acudir en auxilio de sus correligionarios.

El juicio por el «procés» plantea un desafío demasiado importante al Estado de Derecho como para que desde las filas constitucionalistas se ponga el más mínimo bastón en las ruedas de la acusación. Las defensas están sometiendo a una dura prueba la paciencia de los jueces y la nuestra, tratando de convertir cada intervención en un insufrible mitin independentista y utilizando todas las debilidades mostradas en su momento por el gobierno de Rajoy como argumentos a su favor, lo que obliga al presidente Marchena a extremar la cautela y fuerza al Ministerio Público a afianzar cada paso que da. Ayer Montoro habría podido ayudar teniendo la humildad de admitir que erró al decir lo que dijo, pero desaprovechó la ocasión. Esperemos que las «fuentes de prueba» acumuladas por Llarena pesen más en la sentencia que la soberbia de un exministro.