No se crean que el paisaje urbano que nos rodea es inocente. En esta época del postmodernismo cultural se tiende a la inocencia, falsa inocencia. Los que cabalgamos un día a los lomos de la lucha de clases seguimos reconociendo que el paisaje dominante es el de la clase dominante.
No se crean que el paisaje urbano que nos rodea es inocente. En esta época del postmodernismo cultural se tiende a la inocencia, falsa inocencia. Los que cabalgamos un día a los lomos de la lucha de clases seguimos reconociendo que el paisaje dominante es el de la clase dominante, y que debajo de ese magnifico paseo que transcurre desde el Palacio Euskalduna hasta el muelle de Uribitarte yace el paisaje de los almacenes navales, astilleros, talleres, etc., de aquel Bilbao vitalista y obrero que se despertaba a las siete de la mañana con olor a proletariado y menestrales y que no se acostaba nunca. Ahora ese paisaje es el de las nuevas ciudades chinas, surgido del cadáver de aquel Bilbao.
El cambio quizá haya sido a mejor. Sólo desde la enajenación obrerista, desde un realismo socialista depravado, se podría encontrar alguna belleza en aquel Bilbao. Este es más bonito; y más estúpido, se podría añadir, y más aburrido, y con menos fuste. Pero más bonito, con menos polución y una ría con aguas limpias, un sueño, al fin cumplido, de Beti Duñabeitia.
Ese paseo acoge bellas esculturas. No me refiero a esa magna que es en sí el edificio del Gugennheim (se da por supuesto), ni a su araña huevuda (porque lleva sus huevos) quieta a la sombra de la mole retorcida de titanio. Me refiero a la escultura de aquella gran persona que fue Ramón Rubial, realista y a tamaño natural, que rompe la ortodoxia del arte obrero al traspasar un muro con la silueta de su imagen. Y luego está lo otro, un bodrio que semeja en sus masas de albóndigas soldadas una efigie humana; y más allá el Euskalduna con la falúa del histórico Consulado de Bilbao junto al museo naval.
Tenemos otros monumentos. Últimamente Bilbao se ha llenado de esculturas tras una sequía de varios años. La de Oteiza ante el Ayuntamiento; la de la rotonda de la calle Lehendakari Aguirre, ese falo blanco y vidrioso que algo tiene que ver con el primer Gobierno vasco, pues un falo igual, pero en pequeñito, existió en la plaza Moyua frente al hotel Carlton; la misma estatua del lehendakari Aguirre en la calle Ercilla a la que serraron el paraguas.
La de Unamuno en la plaza de los Auxiliares no es una estatua pensada con cariño. Efectivamente, aquí no se le tiene cariño a don Miguel. En Salamanca sí, y damos por supuesto que nunca se le pedirá a Salamanca que nos devuelva el espíritu de su rector que se respira en toda la ciudad. Nosotros no somos como otros, ¡será por unamunos!, y, además, nos gusta mandar al exilio eterno a nuestros traidores. Por mucha columna clásica que soporte su cabeza, eso no es escultura, es una picota, a la que al menos hay que atribuirle una candorosa sinceridad: es una picota pública y vergonzante. Luego, como en el medievo -el paraíso vasco perdido al que nos quiere devolver el nacionalismo-, unos canallas cogen la cabeza y la arrojan a la ría.
Pero nuestra gran estatua es la del Sagrado Corazón. La imperturbable, la superadora de todos los regímenes políticos, la esplendorosa, es la del Sagrado Corazón, símbolo de nuestro cutre y eterno nacionalcatolicismo, de nuestro conformismo provinciano y prueba palpable de que el arte dominante es el de la clase dominante. Ahí está, mírala, con algunas adecuaciones a nuestro nacionalismo católico: ya no circunda su perímetro la frase «Tú reinarás en España», ya ni siquiera miro con atención lo que pone, porque cual gran hermano orwelliano, esta llena de cámaras de televisión en todas las direcciones. No te ven en el cielo, ni en la CIA, te ve el guardia municipal de control de tráfico si te quedas parado a mirar atentamente lo que dicen las leyendas beatorras del monumento. Si el Ayuntamiento republicano la hubiera tirado, cosa que no pudo hacer porque estuvo a punto de adelantarse la guerra civil por la oposición fanática que presentaron tradicionalistas y nacionalistas, el Ayuntamiento actual no hubiera tenido ese excepcional sitio para colocar las cámaras, y, de paso, demostrar al mundo la catolicidad de la Villa. Este monumento meapilas es ya eterno.
Eduardo Uriarte, EL PAÍS, 22/2/2006