Ignacio Camacho, ABC 07/12/12
No existe en Cataluña un conflicto lingüístico real sino una antipatía oficial y administrativa hacia el castellano.
EN Cataluña no hay un conflicto lingüístico real sino una sociedad de fluido y saludable bilingüismo; lo que sí existe es una antipatía administrativa al castellano fruto de un proyecto nacionalista de ingeniería social. Las instituciones autonómicas han desterrado el idioma común bajo un designio hostil de carácter identitario, obligando a los ciudadanos a relacionarse en catalán en la escuela, en el comercio y en los trámites oficiales. La naturaleza imperativa y ordenancista de este plan se refleja en la arbitraria legislación, de extremos caricaturescos, sobre rótulos y etiquetados, así como en la resistencia de las autoridades a obedecer las reiteradas sentencias judiciales respecto a la necesidad de preservar, al menos a instancia de parte, la cooficialidad del español. La condición vehicular del catalán, reconocida por el Tribunal Constitucional, nunca ha sido cuestionada por nadie; lo discutible es la intención segregacionista de imponer una lengua sobre la otra en una especie de monolingüismo inverso, lesivo para los derechos individuales.
El modelo de inmersión educativa parte de la idea de que el castellano se aprende por ósmosis social debido a su condición histórica dominante, y otorga al catalán la primacía de una discriminación positiva que blinde y favorezca su aprendizaje. Propósito inobjetable mientras no se trate de una imposición autoritaria para laminar el derecho de quien lo desee a ser educado en la otra lengua oficial. Eso es lo que protegen las sentencias del TC y del Supremo y lo que pretende tutelar la contestada ley del ministro Wert, torito bravo, sobre la que el nacionalismo ha montado una ruidosa y quejica sobreactuación destinada a compensar su reciente fracaso electoral. Cuando la propia Generalitat admite la escasa demanda de educación en español está reconociendo la inexistencia del presunto conflicto; para disipar dudas le bastaría con cumplir su obligación legal de atender esas peticiones minoritarias.
La cerrazón de los nacionalistas se puede comprender, aunque no aceptar, en su lógica fundamentalista de construcción identitaria. Lo chocante es el apoyo de los socialistas a un marco de flagrante desigualdad con rasgos excluyentes. La proclividad al soberanismo ha ocasionado serios problemas al PSC, que ha enterrado su tradición de catalanismo integrador, y al propio PSOE, deteriorado por sus coqueteos con partidos rupturistas. Hay en la socialdemocracia española un tic político que la aleja del proyecto nacional y la enreda en aventuras centrifugadoras. La cuestión idiomática —razonablemente solventada en otras comunidades bilingües como Galicia y el País Vasco— no es más que un aspecto colateral de esa confusión sobre la España plural que dificulta la capacidad de cierta izquierda para asociarse sin morderse la lengua al concepto verdaderamente progresista de nación de ciudadanos.
Ignacio Camacho, ABC 07/12/12