JUAN ESLAVA GALÁN – ABC – 29/07/16
· En los siglos XVI y XVII, la reiteración de saqueos y matanzas por parte de los moriscos fue tal que al final la monarquía cristiana comenzó a percibir, muy razonablemente, que esos súbditos musulmanes radicalizados eran una especie de cáncer que había que extirpar. Despues de muchas vacilaciones, se optó por expulsar a los moriscos en tiempos de Felipe III.
Escribo estas líneas en la playa de San Juan (Alicante), una colonia veraniega que antiguamente fue una extensión de feraces huertas. Me he cobijado a la fresca sombra de una de las veinte torres refugio que subsisten entre los bloques de apartamentos veraniegos y las arboledas urbanas. Sobre la mesa tengo el periódico del día, que trae noticias de la guerra encubierta que el islamismo radical ha declarado a Occidente.
Acudo a las redes sociales, en las que las noticias del día provocan los más variopintos comentarios, y observo que algunos usuarios relacionan la implantación islamista en Europa con el problema morisco que preocupó a la monarquía de los Austrias españoles. Es un hecho que entre los moriscos abundaban los que apoyaban a sus correligionarios extranjeros contra su propia nación.
En su descargo hay que decir que el problema morisco tenía su origen en una injusticia flagrante. En las negociaciones para la entrega de Granada, último bastión islámico en la península, los Reyes Católicos prometieron respetar la religión y las costumbres de los moros, pero luego olvidaron el trato y enviaron misioneros a evangelizarlos. Como esta campaña de proselitismo fracasó, se les dio a escoger entre convertirse al cristianismo o abandonar el país. Casi todos prefirieron bautizarse, pero en secreto permanecieron fieles a su fe y a sus costumbres. Advirtamos que el islam tolera la taqiyya u ocultamiento de las creencias religiosas cuando convenga al musulmán. Hoy no lo practican en lo religioso, ya que las sociedades europeas que los acogen son tolerantes en materia de religión, pero quizá algunos lo han trasladado a lo político.
En el caso de los moriscos, el rencor resultante de tener que adaptarse a una cultura que les parecía aborrecible fortaleció sus lazos con el islam exterior y les llevó a colaborar con los piratas berberiscos radicados en el norte de África, a los que informaban de calas discretas en las que fondear sus naves, de caminos apartados para llegar a los pueblos, de cristianos ricos a los que secuestrar a cambio de rescate (el denunciante cobraba porcentaje) y de cristianos molestos a los que asesinar para satisfacer venganzas personales.
Durante más de dos siglos no hubo lugar seguro en nuestro litoral mediterráneo. Por eso los hortelanos que trabajaban en estos campos andaban como liebre en descampado, siempre alerta, para correr a refugiarse en la torre más cercana en caso de peligro. A veces los piratas venían con tal fuerza que ni murallas ni torres bastaban a detenerlos. Todo el mundo conocía casos como el asalto de la villa de Cullera por el caudillo Dragut el 25 de mayo de 1550, que dejó el lugar despoblado durante décadas.
La relación entre musulmanes radicales y piratas era tan fluida que en ocasiones mediaban tan solo unas horas entre la denuncia y la acción. En 1566 un grupo de inquisidores pernoctó en la localidad almeriense de Tabernas llevando detenida a una morisca de Benicanón. A las pocas horas, aún de noche, los piratas berberiscos atacaron el pueblo y los inquisidores tuvieron que escapar campo través en paños menores, sin zapatos, en calças y jubón. Los berberiscos se llevaron los caballos y las armas de los huidos, además de cuarenta y tres cautivos cristianos a los que se agregaron noventa y nueve moriscos que en el entusiasmo del momento se sumaron a sus correligionarios.
Con el paso del tiempo los atacantes fueron a más y allegaron verdaderas flotillas contra objetivos de cierta entidad. «En el año 1637, a 3 días del mes de agosto, en la madrugada –leemos en otra relación de la época– llegaron cinco galeras de 26 bancos de Argel, cuyo corsario era Alí Puchili, al paraje de la villa de Calpe y, echando en tierra la gente, que fueron 600 tiradores, subiendo de la mar a la villa de Calpe y la imbadieron, (…) y por ser verano, toda la más gente de la villa estavan en sus labranzas, que se hazen allí grandes melones y se provehe parte del reyno de esta fruta y, assí, con poco humo y muchas amenazas, les abrieron la torre y entregaron a los moros (…) Hicieron muchos daños en la villa, matando todos los lechones y cabalgaduras, y saqueándole se le llevaron trescientas noventa y seis personas y, entre ellos, algunas forasteras que havían venido a la fiesta, que se prevenía a cinco de agosto de Nuestra Señora de Calpe».
Sucesos como estos, divulgados por España en cartas y romances de ciego que eran los periódicos de la época, sembraban pavor en muchos corazones. Si los moros saqueaban y secuestraban con tanta impunidad los pueblos costeros, ¿quién podía asegurar que algún día no llegarían a sus puertas traídos por los moriscos del lugar para vengarse de los cristianos?
Nadie se fiaba de los moriscos, por serviles y mansos que se mostraran. El pueblo los consideraba integrantes de una quinta columna al servicio de sus correligionarios turcos y berberiscos. Este rechazo se agravaba con el hecho de que los moriscos gozaran de una tasa de natalidad superior a la cristiana. Llegará el día, advertían los más pesimistas, en que sean más numerosos que nosotros y se apoderen de España otra vez sin disparar un tiro.
La reiteración de saqueos y matanzas fue tal que al final la monarquía cristiana comenzó a percibir, muy razonablemente, que esos súbditos musulmanes radicalizados eran una especie de cáncer que había que extirpar. Después de muchas vacilaciones, por miedo a las repercusiones económicas, se optó por expulsar a los moriscos en tiempos de Felipe III.
El morisco de los siglos XVI-XVII que informa secretamente al pirata berberisco no puede compararse, como pretenden algunos, al islamista radicalizado que vive entre nosotros fingiendo que acata nuestras leyes, al menos hasta donde se lo permite su religión. En realidad el único punto que pueden tener en común es el odio a la sociedad cristiana que los alberga y el hecho de que, frente a esa fuente de rencor, no quepan paños calientes ni alianzas de civilizaciones.
JUAN ESLAVA GALÁN ES ESCRITOR – ABC – 29/07/16