Como aquel niño alicantino viendo una procesión de Semana Santa: «Abuela, ¿cuándo salen los moros? -«Niño, aquí todos somos cristianos».
Por una sola vez, incidentalmente, y sin que sirva de precedente, haré publicidad a las fiestas de mi tierra, el País Valenciano, en la que tan dados somos no sólo a presumir de festejos, sino, incluso, a valorar el grado de buena ciudadanía según la adhesión que a cada uno de ellos muestre la persona. Vamos, que hemos inventado una suerte de fundamentalismo festivo inusitado. Pues bien, en ese calendario abarrotado de días especiales, la semana que viene, en torno a Sant Jordi, se celebran en Alcoi las mejores fiestas de Moros y Cristianos del mundo -y que me perdonen el resto de poblaciones en las que también se desarrolla este rito-. Así que, si usted no tiene nada mejor que hacer, acérquese por esa ciudad a ver cómo puede conjugarse un teatral sentido de la seriedad, el derroche, la opulencia y el boato, con la diversión más rotunda y contagiosa.
Habría sido un año más en los siglos que acumula la fiesta si no fuera porque el Ayuntamiento, sea por atraer a nuevos turistas o por serenar los espíritus, decidió traducir al árabe el cartel anunciador. Hasta ahí todo correcto. Lo malo vino cuando alguien descubrió que la traducción estaba sesgada, y que donde se suponía que decía ‘Moros y cristianos’ en realidad ponía ‘Árabes y sionistas’. Lo peor aún estaba por venir y vino cuando Mikel de Epalza, catedrático de Árabe de la Universidad de Alicante y persona de gran solvencia y prestigio intelectual, declaró a la Prensa estar convencido de que la traducción no era simplemente errónea, y que su autor había actuado de mala fe, guiado, probablemente, por razones ideológicas. Al día de hoy no se sabe cómo acabará el asunto. Aunque tengo para mí que la cosa no se removerá y quedará como una más de las muchas anécdotas que hacen entrañables los finiseculares festejos.
¿Pero hasta qué punto es sólo una anécdota? Creo más bien que es un grito, un signo de los confusos caminos por los que circulamos, un aviso sobre las paradojas de la multiculturalidad y de lo políticamente correcto. Porque a muchos y muchas que fatigan la gramática buscando desterrar del vocabulario toda alusión racista, militarista o sexista, aún no les he visto intentar acabar con esta fiesta o con su denominación, lo que, con lógico rigor, sería absolutamente exigible. No es de extrañar, pues, que algún traductor se haya tomado una parva justicia por su mano, despeñándonos a todos, por cierto, por la pendiente del sionismo.
Vaya por delante que, ciertamente, en estas fiestas -no sólo en Alcoi- y contra lo que a veces se defiende, no se conmemora tanto la ‘Reconquista’ como los avatares de siglos posteriores de luchas incesantes contra los ataques de los piratas berberiscos: más que choque y desplazamiento de civilizaciones lo que se festeja, pues, eran provisionales victorias sobre unos atacantes sin más convicciones y fe que la que tuvieran en sus armas y en sus naves. Pero, dicho esto, inmediatamente hay también que advertir que ‘el moro’ es traidor y mendaz en los discursos de los ‘Embajadores’ y que, indefectiblemente, acaba siendo derrotado por el sagaz, altivo y valiente cristiano, con o sin ayuda celestial. Aunque, paradoja final, en muchos pueblos, hoy, hay una mayor identificación con el ‘bando moro’, más vistoso, con marchas musicales más solemnes. Por lo demás cada uno acaba por apuntarse a la comparsa que más le cuadra según alguna tradición familiar o donde se ubiquen los amigos: a nadie se le ocurre ser cristiano para ganar.
Pero, pese a todo, la estructura misma de la fiesta define al otro, un referente inmemorialmente diluido en el imaginario colectivo pero sobre el que se han educado generaciones y generaciones. Ese otro es nuestro otro y, tan asumido está -estaba- que ningún problema nos daba desde la última Guerra. Esa división por mitades sirve tanto para articular la sociabilidad como para vertebrar la localidad, y así ha sido durante décadas y décadas. Pero, ¿sirven estos mecanismos en condiciones de presencia de inmigrantes, incluidos muchos musulmanes? Y que conste que la pregunta serviría para las fiestas y rituales de otro tipo por toda España.
Reconozco que no tengo una respuesta. Pero esa redimensión, esa reactualización del otro no se va a detener en lo jurídico, lo laboral, lo educativo o lo sanitario, sino que va a penetrar en el mismo tejido simbólico que constituye y cimenta globalmente lo social. Sobre esto no ha habido tiempo de reflexionar, pero habrá que hacerlo. Sin duda habrá que evitar lo más hiriente y, siguiendo con el ejemplo, ya ha habido que retirar alguna alfombra que pisaban los festeros cuyos caracteres árabes formaban -los festeros lo ignoraban- una sura del Corán. Y estoy seguro de que ciertas alusiones especialmente despiadadas en los discursos del ceremonial festivo serán cambiadas. Pero eso será así en la medida en que las fiestas sigan constituyendo esa trama privilegiada a la que se va cosiendo la memoria con la innovación. Yo he visto participar a un japonés, para regocijo de los presentes, contentos de tener una fiesta tan integradora ¿Qué pasaría si se quisieran inscribir cien marroquíes?
Insisto: no hay respuestas sencillas ni unívocas. Para bien o para mal -creo que para bien-, uno de los efectos de la multiculturización de nuestra sociedad es la emergencia de interrogantes en lugares que antes eran campos de certidumbres. La presencia del otro sólo deja de ser vivida como latente agresión cuando todos somos capaces de sentirnos, festivamente, otros de alguien, restableciéndose así las condiciones para un diálogo social no castrado por prejuicios, apriorismos o temerosas prevenciones. Así, a lo mejor, lo que podría ser tenido por festiva ofensa, nos permite, sin embargo, una pacífica visualización de la alteridad.
Unos amigos vinieron a vivir a Alicante con su hijo, bastante pequeño, que, claro, se familiarizó enseguida con nuestras fiestas. Cuando tenía unos diez años pasó una Semana Santa con su abuela, en una antigua capital castellana. Cansado una noche de ver penitentes, preguntó que cuándo salían los moros. La respuesta de la abuela no se hizo esperar: «Hijo, aquí todos somos cristianos». Es otro modelo, más nítido, pero, me parece, mucho menos indicado.
MANUEL ALCARAZ RAMOS/PROFESOR DE DCHO. CONSTITUCIONAL DE LA UNIV. DE ALICANTE
Manuel Alcaraz Ramos, EL CORREO 18/4/2004