Ignacio Camacho-ABC
- Si parece un pucherazo, sabe a pucherazo y huele a pucherazo, lo más probable es que en efecto se trate de un pucherazo
Además de un parque nacional, morrocoy (‘chelonoidis carbonaria’) es una tortuga de patas rojas abundante en las tierras del Caribe. El bautismo con su nombre autóctono de una operación para ralentizar el voto en los distritos de mayoría opositora revela el descaro orgulloso con que el Gobierno de Maduro ha organizado el fraude. Primero purgaron el censo para sacar de él a los millones de exilados; luego acarrearon –«rescate» lo llaman– a la clientela más perezosa o menos proactiva trasladándola a votar en camionetas pagadas, claro está, con fondos públicos; después expulsaron de los colegios a los interventores del adversario, y por último se han negado a entregar la mayoría de las actas para manipularlas a su antojo. Pero la ‘operación Morrocoy’ es el más vergonzoso acto de obstruccionismo bananero perpetrado el domingo: máquinas de voto averiadas adrede, demoras provocadas en la identificación dactilar y los registros censales, colas reorganizadas por la fuerza pública para eternizar el proceso y disuadir a los menos pacientes. La tortuga –¿o tortura?– electoral.
Al menos las elecciones de Chaves, salvo las últimas, estaban supervisadas por observadores creíbles y tenían una razonable legitimidad dentro del ventajismo de un régimen que convirtió –¿les suena?– las urnas en el camuflaje de una autocracia. Pero al lado de Maduro, el comandante era un refinado miembro de la Cámara de los Lores británica. El antiguo chófer de autobús ha convertido la degradada República Bolivariana en una zafia parodia del caciquismo de ‘Tirano Banderas’ o de ‘El otoño del patriarca’. Sin disimulo ni vergüenza, a cara descubierta y a ritmo de cumbia bailada por despreciables palmeros españoles de extrema izquierda, deudos del totalitarismo que los patrocinó como franquicia europea hasta incrustarlos en el Gobierno sanchista como aliados de referencia y enlace con el lobby del Grupo de Puebla.
Perpleja ante la desfachatez del tongo, eso que se da en llamar ‘comunidad internacional’ no sabe cómo reaccionar ante el escándalo sin romper la cortesía normativa propia del lenguaje diplomático. Ese lapso de asombro y bloqueo es el que el sátrapa necesita para alzar los brazos, proclamarse triunfador y aplicar la política de hechos consumados; a quién le importa, al fin y al cabo, lo que suceda en un país pobre –empobrecido, porque rico era– y lejano. Pero, al igual que con el célebre pato de los americanos, si parece un pucherazo, tiene ingredientes de pucherazo y huele a distancia a pucherazo, lo más probable es que en efecto se trate de un pucherazo, cocinado con impunidad, alevosía y absoluta ausencia de recato. Y la obligación de todos esos conspicuos dirigentes tan aparentemente preocupados de los derechos humanos y celosos de la pureza de los procedimientos democráticos consiste, ya que no lo han sabido, querido o podido impedir, en revocarlo.