MANUEL ARROYO-EL CORREO

Cuando la política se convierte en mercadotecnia, las imágenes lo son casi todo. Frente a la foto de las derechas en la plaza de Colón, Pedro Sánchez exhibe tres: la de la ansiada reunión con Joe Biden, reducida al final a un frío saludo de pasillo de unos pocos segundos, lo que dice algo sobre el peso de España en la escena internacional; la de Juan Espadas como vencedor en las primarias del PSOE andaluz -mejor dicho, la de Susana Díaz derrotada- y la de Unidas Podemos en busca de una reinvención sin Pablo Iglesias.

Respira el Gobierno, aunque los grandes desafíos de la legislatura siguen ahí. Entre ellos sobresale el pulso del independentismo catalán, del que depende en buena medida su estabilidad. Los indultos a los presos del ‘procés’ empiezan a ser digeridos entre los socialistas con un resignado cierre de filas no tanto por convencimiento como por no regalar una baza a un PP cuya sobreactuación le resta credibilidad. Un partido que se jacta de ser el genuino representante del constitucionalismo, del que solo admite su propia lectura, no puede incurrir en la frivolidad de preguntar si el Rey firmará esos decretos, como ha hecho Isabel Díaz Ayuso, porque debería saber las potestades y obligaciones que la Carta Magna asigna al jefe del Estado. Bochornoso patinazo de la baronesa madrileña, a la que ayer tuvo que enmendar la plana Pablo Casado.

La concesión de las medidas de gracia es una apuesta discutible, aunque legal, y tan arriesgada como el argumentario y la estrategia desplegados en su defensa. No es seguro que la ciudadanía esté de forma mayoritaria por la «magnanimidad» con unos delincuentes que no se han arrepentido y prometen que lo volverán a hacer. Ni que entienda que las penas por incumplir la ley son una «venganza» o una «revancha».

Pero casi llama más la atención la dulzura con la que el Gobierno se refiere a los condenados por el Supremo, como si sus delitos no merecieran reproche alguno pese a su gravedad. Como si las sentencias le pareciesen injustas, y Junqueras y compañía, poco menos que mártires de un Estado opresor. Todo ello, con mensajes que, en su última versión, presentan como gran culpable del órdago secesionista al PP, que sin duda cometió muchos y gruesos errores -desde la inacción al tancredismo-, pero al que solo desde el sectarismo más atroz se puede identificar como el malo de la película mientras se exhibe comprensión con los ‘indepes’ y se cubre con un tupido velo su responsabilidad.

Aunque Sánchez necesite a ERC para completar la legislatura, se echa en falta, mientras justifica los indultos como es natural, una cierta pedagogía sobre los límites del Estado de Derecho. Un discurso que combata la propaganda populista del independentismo e intente seducir a los catalanes con las bondades del actual ‘statu quo’ y sus eventuales reformas. Eso también es hacer política. La que no han hecho durante décadas los grandes partidos en Cataluña. La que debería formar parte de un plan que no se intuye por ninguna parte para revertir la situación. Un plan que no puede limitarse a aguantar como sea dos años -el tiempo que el secesionismo ha concedido al Gobierno para buscar un imposible acuerdo sobre el derecho de autodeterminación- y después ya se verá. ¿O sí?