«No tiene sentido que el Estado sostenga las escuelas catalanas en las que se elimina la enseñanza de la lengua española y se ataca a ese mismo Estado diciéndoles a los niños desde párvulos que España es una entidad artificial con un ejército de ocupación. Insisto: ¿tiene sentido que eso se financie con dinero español? Solucionarlo sería tan fácil como decir que las escuelas catalanas que no respetan la Constitución no recibirán dinero del Estado. Y ya le digo yo que los independentistas pondrían el grito en el cielo, pero no las financiarían». La frase pertenece al economista e historiador catalán Gabriel Tortella (Barcelona, 1936), el mayor especialista español en historia económica contemporánea, en una entrevista aparecida en El Confidencial. Ocurren tantas cosas casi a diario, son tantos los escándalos que este Gobierno arroja sobre una ciudadanía atiborrada de sustos, que Juan Español no tiene tiempo material para asimilar tanto pedrisco. La consecuencia es que asuntos de gran trascendencia pasan desapercibidos en la confusión intencionadamente creada por Pedro Sánchez y su banda precisamente para eso: para que sea imposible pararse a reflexionar y distinguir el grano de la paja. Por ejemplo, el decreto ley aprobado el lunes en el Parlamento catalán por el independentismo, con la muletilla del PSC y la izquierda radical, para incumplir la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) que obliga a utilizar el 25% de español en la enseñanza. En Cataluña no hay Estado de Derecho. No rige la Constitución.
Está claro que en una situación de cierta normalidad política, la decisión adoptada por nacionalistas, socialistas y comunistas sería no ya recurrida por el Gobierno de la nación ante el Constitucional, sino respondida con la aplicación inmediata del famoso artículo 155 que precisamente para eso está. Sánchez Pérez-Castejón se ha callado cual muerto, lo cual a estas alturas no constituye sorpresa alguna. Una mayoría de españoles se ha desentendido del caso catalán por una cuestión de fatal aburrimiento, por un lado, y por la certidumbre de que, con Sánchez secuestrado por el separatismo, no cabe esperar reacción del Ejecutivo por grande que sea el atropello cometido contra la legalidad. La cabeza de la hidra independentista se apellida Sánchez y se aloja en Moncloa. Así que toca esperar o, mejor, aguantar el chaparrón. En realidad es un milagro que Aragonès y su troupe no hayan vuelto a declarar la independencia en circunstancias como las actuales, de máxima indefensión de la nación de ciudadanos libres e iguales ante la ley. Si no lo han hecho es porque, dividido y enfrentado, el separatismo atraviesa por el momento de mayor debilidad de su reciente historia. A pesar de Sánchez. A pesar de tener a Sánchez bien cogido por lo que le cuelga.
Es un milagro que Aragonès y su troupe no hayan vuelto a declarar la independencia en circunstancias como las actuales, de máxima indefensión
La realidad, sin embargo, es que «muchos de los que la defienden [la independencia] no la quieren realmente: saben que es un disparate y que sería ruinosa», argumenta Tortella, una idea que emparenta con la de Josep Pla, para muchos el mejor escritor contemporáneo en catalán: «El catalanismo no debería prescindir de España porque los catalanes fabrican muchos calzoncillos, pero no tienen tantos culos», aludiendo a los tiempos gloriosos del textil, siempre tan propenso al proteccionismo de los Gobiernos de Madrid como necesitado de los mercados del resto de España, idea que completaba con otra: «A muchos catalanes les interesa Cataluña, pero no se la creen. Les pasa lo contrario que con la religión y la otra vida: creen, pero no les interesa». Y entonces… ¿Qué? ¿Hacia dónde camina este independentismo hoy unido al sanchismo en dramática simbiosis? Es evidente que nadie cree en la independencia, y mucho menos esa pléyade de burócratas ineptos que no solo no han construido nada, no han liderado nada, sino que llevan camino de reducir la próspera Cataluña de antaño a un montón de escombros. Una burguesía política e industrial convertida en clase parasitaria acostumbrada a vivir de las ubres de una Generalidad cuyo presupuesto maneja a discreción y siempre pro domo sua, con displicente ignorancia hacia una mayoría de catalanes. Un falso patriotismo de salón tras el que aflora enseguida la avidez de dinero y la determinación de vivir del cuento de una independencia en la que ya nadie cree.
Una elite dual formada por políticos y empresarios que hace tiempo dejaron de emprender, dejaron de crear riqueza para ponerse a la sombra fácil de la subvención. Una burguesía «de papel de envolver el pescado, de broma y engaño, de gandules que dilapidan la herencia familiar y que, más que cobarde, es indiscutiblemente jeta», en palabras de Miquel Giménez (Vozpópuli, viernes). Una elite nepotista y corrupta en la que participan los Godó, Círculo de Economía, Foment del Treball y tantos otros y cuyo proyecto, siempre a la sombra de un nacionalismo más o menos light, consiste en convertir al PSC, la marca catalana del PSOE, en motor de la gobernabilidad en Cataluña, con ERC en el papel de nueva Convergencia, alternándose en el poder, solos en coalición, ora en Barcelona, ora en Madrid. Parte esencial de esa estrategia radica en que las huestes de Salvador Illa y su discurso melifluo consigan ocupar el espacio que no hace tanto tiempo perteneció a Ciudadanos, zamparse el millón de votos que antaño confió en Inés Arrimadas y hoy está huérfano.
Es evidente que nadie cree en la independencia, y mucho menos esa pléyade de burócratas ineptos que no solo no han construido nada, sino que llevan camino de reducir la próspera Cataluña de antaño a un montón de escombros
En el horizonte catalán quedaría un Cs convertido en pálido reflejo de lo que fue y un PP inerme, maleable, susceptible de ser reducido de nuevo a cenizas cada vez que la derecha llegue a Moncloa y necesite del apoyo nacionalista para gobernar. ¿Alguna idea, señor Feijóo, sobre lo que hacer con el PP catalán? ¿Alguna iniciativa para dar voz a los catalanes de centro derecha que también se sienten españoles? El verso suelto es un Vox que crece con fuerza, pero arrinconado y sin posibilidad de pactar ni cambiar las cosas. Un Vox que ya le viene bien a esa burguesía de cartón piedra para meter miedo con el «que viene el lobo» y lucir una cierta patina de democracia avant la lettre. Un Vox como espantajo con el que mantener bajo control a la izquierda comunista más atrabiliaria y radicalizada de toda Europa.
Ese es el plan. Darle hilo a la cometa y seguir chupando del bote. Convertir en estructural un aberrante esquema de poder reñido con cualquier principio democrático y del que vive una minoría en contra de los intereses de la mayoría. Porque conviene insistir: en las últimas elecciones autonómicas (14 de febrero 2021), el separatismo (ERC, Junts, CUP, PDeCAT y demás minoritarios sin representación) obtuvo 1.452.103 votos, equivalentes al 25,8% del censo electoral (5.624.061) o apenas el 18,6% de la población total de Cataluña (7.700.479 personas). Este es el dato irrefutable, como lo es que entre las autonómicas de diciembre de 2017 y las de febrero del 21 el nacionalismo se dejó 11 puntos en la gatera al pasar del 37% al 25,8% del censo electoral. Esa es hoy su fuerza real y disminuyendo. Ese es todo el proyecto de las elites económicas catalanas: que el poder se lo repartan PSC y ERC, y que a nosotros nos siga llegando, generosa, la subvención, con Javier Godó, conde de ídem, como santo patrón y Ferran (antes Fernando) Rodés como ejemplo a seguir.
Entre las clases trabajadoras castellano-parlantes de la periferia de Barcelona se está produciendo un fenómeno de derechización evidente como respuesta al abandono sufrido por una izquierda golfa
Y al que no le guste, que se vaya a la abstención. Para ellos no es ningún problema; ellos siempre van a seguir mamando de la teta de los Presupuestos Generales del Estado español. Este es el esquema de poder con el que sueña un independentismo que, arriadas las banderas de lo imposible, no renuncia a seguir viviendo del engaño y la vulneración de cualquier principio democrático. Un esquema de poder de tinte mafioso y clara vocación crematística, necesitado para subsistir del sometimiento de la mayoría silenciosa de la población, los nuevos metecos de la Cataluña nacionalista, gente sin derechos democráticos, a quienes se permite trabajar para ganarse la vida pero que no son depositarios del derecho político a decidir su futuro. Volvamos a Tortella: «La clave está en la financiación. Con el independentismo catalán se podría acabar muy rápidamente si se dejara de subvencionar desde el Estado español. Esto sí que es completamente incomprensible».
Un independentismo que alcanza ya cotas delirantes. Leído el jueves: «El Claustro de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona (UPF) ha aprobado una moción que insta a su Consejo de Dirección a prohibir la utilización del español en sus comunicaciones, obligando a la comunidad universitaria a expresarse exclusivamente en catalán». Entre las clases trabajadoras castellano-parlantes de la periferia de Barcelona se está produciendo un fenómeno de derechización evidente como respuesta al abandono sufrido por una izquierda golfa que, además de traicionar los viejos eslóganes, ha decidido meterse en la cama con el nacionalismo. Es la amenaza que pende sobre los señoritos del PSC: el miedo a perder el voto de esa población que tan pingües beneficios ha rendido siempre a los Maragall de turno. Tal es el paisaje que hoy enseñorea la Cataluña nacionalista: el cáncer de una mediocridad que todo lo contamina, la metástasis que mantiene a España entera postrada en la crisis política y la parálisis económica. Y va para largo. Sobra cobardía y falta valor.