Una administración autonómica que asumiera las atribuciones de las diputaciones forales sería mucho más barata que la estructura actual. No solo porque disminuiría el número de funcionarios, sino por los gastos políticos que comporta la mera existencia de cada institución y la escala salarial que induce la foralidad.
La crisis económica y sus efectos de déficit público han obligado a reajustes presupuestarios que las distintas administraciones continúan asumiendo más como un contratiempo pasajero que como una corrección a fondo e irreversible de sus pautas de gasto. Aunque paralelamente se ha suscitado un debate -solo a modo de enunciado o como cruce de reproches partidarios- respecto al déficit de eficiencia que presentan esas administraciones y, especialmente, respecto a las duplicidades en el entramado institucional. El Gobierno central ha anunciado que para el próximo verano dispondrá de un informe sobre duplicidades en el ejercicio de las competencias autonómicas en relación a las del Estado. El pasado jueves el Parlamento Vasco instó al Ejecutivo de Vitoria a presentar, nada menos que en el plazo de 18 meses, cuando la legislatura esté a punto de finalizar, una propuesta para la «simplificación, racionalización y redimensionamiento» de la administración autonómica y a reducir «las duplicidades y solapamientos» que se producen entre los tres niveles institucionales de Euskadi, autonómico, foral y local. Pero basta contrastar los estudios, informes, planes y menciones estratégicas comprometidas por las propias instituciones vascas con la ausencia de avances al respecto para concluir que se afronta la tarea con desgana o parsimonia. Como si las fallas que presenta el sector público debieran ser subsanadas siempre por los próximos gobernantes, nunca por los actuales. Además, a la renuencia por impulsar una mudanza a fondo a cuenta de las apreturas de la crisis se le une un diagnóstico de partida tan confortable como engañoso. Porque las duplicidades entre administraciones no son la causa principal de su ineficiencia.
En sentido estricto debe entenderse como «duplicidad» que distintas administraciones ofrezcan el mismo servicio o prestación a los mismos beneficiarios directos. Pues bien, ni serán muchos los casos en los que eso ocurre ni relevante la cantidad que se dilapide por ello, al margen del capítulo tantas veces arbitrario de las subvenciones. Cosa distinta es la concurrencia que puede darse entre administraciones en el espacio compartido de las políticas públicas. Son las situaciones en las que una institución decide actuar en una vertiente que según su criterio no está atendida por la administración en principio titular de la competencia complementando los servicios que ésta brinda. Es esto último lo que nos conduce al meollo de la cuestión: el problema no es de funcionamiento sino de delimitación de lo público. Apela a la necesaria revisión de los servicios y prestaciones para distinguir qué han de ofrecer o realizar las administraciones u organismos y empresas dependientes y cómo, y qué no tendría interés por su ineficiencia social. Ello atendiendo a las nuevas necesidades -léase la carga socio-sanitaria de la dependencia- en detrimento de aquellas demandas ciudadanas que pudieran ser desatendidas.
El sistema de partidos no está diseñado para que las instituciones se hagan demasiadas preguntas. De ahí el socorrido recurso a las duplicidades. El Parlamento Vasco volvió el pasado jueves a consagrar la Ley de Territorios Históricos descartando que sea fuente de ineficiencias en el sistema. La concepción ‘confederada’ del poder político y la foralista de la autonomía coinciden con el hecho de que los tres primeros partidos -nacionalistas, socialistas y populares- no están interesados en simplificar tanto el entramado institucional como para jugárselo todo en las elecciones al Parlamento Vasco. A nadie se le oculta que una administración autonómica que asumiera las atribuciones de las diputaciones forales sería mucho más barata que la estructura actual. No tanto porque disminuiría el número de funcionarios -que también- sino por los gastos políticos que comporta la mera existencia de cada institución y la escala salarial que induce la foralidad. Un debate sobre duplicidades y solapamientos con la LTH como tabú es doblemente falso, sobre todo por parte de quienes se muestran proclives a dar la vuelta al calcetín de la Constitución y del Estatuto en todo lo demás.
Pero la liza partidaria, excesivamente ideologizada y angustiada por el calendario electoral, está impidiendo también que las instituciones puedan revisar críticamente el carácter público y el interés social de los servicios que prestan, las actividades que desarrollan y su financiación. Sería necesario ir más allá de una restricción coyuntural del capítulo de subvenciones y ayudas, para pensar en su drástica limitación y en su derivación hacia fórmulas de mecenazgo y responsabilidad social con importantes deducciones fiscales. El copago de servicios no puede continuar siendo una posibilidad a postergar para que la afronten si acaso quienes vengan después, sino un recurso a implantar de manera generalizada, obedeciendo a criterios de equidad sobre el uso real de los mismos. Es indispensable evaluar en términos de eficiencia social, además de económica, el mantenimiento de políticas y servicios que resulten de dudosa utilidad pública, empezando por ámbitos tan señeros y sensibles como el de la vivienda. Sería obligado que todos los programas y acciones que emprendan las administraciones estén sujetos a una evaluación efectiva y rigurosa de sus logros. Y a estas alturas resulta ineludible preguntarse qué porcentaje del coste que representa EITB tiene que ver con el servicio público, sin que valga responder apelando a la naturaleza jurídica del ente.
Kepa Aulestia, EL DIARIO VASCO, 5/3/2011