Antonio Elorza, EL CORREO, 22/8/12
Patxi López supo hacer de la necesidad virtud en temas cruciales como las transferencias, pero eso no le libraba de ser el ‘punching ball’ de las críticas y de las ironías de Urkullu y de Erkoreka
La decisión del lehendakari Patxi López no ha debido sorprender a nadie. Una vez privado desde mayo del apoyo parlamentario del PP y ante la imposibilidad de ver aprobado el Presupuesto para 2013, carecía de sentido prolongar una gestión agónica, que sería interpretada por todos sus adversarios en clave de intereses de partido. La fecha seleccionada para las inminentes elecciones responde a un criterio inteligente: cerca del 25 de octubre, tradicional en las convocatorias nacionalistas, pero sin coincidir con el día de la supuesta abolición de los fueros, y sí con el día siguiente al fin de la actividad terrorista de ETA, lo cual sugiere la apertura de una nueva era para Euskadi.
Nueva era y final de un paréntesis. Ambas cosas son seguras, si nos atenemos a los antecedentes de las dos últimas consultas electorales. No será posible en modo alguno que de las urnas surja un Gobierno vasco no nacionalista y por el contrario la incógnita residirá en ver cual de las dos ramas del nacionalismo alcanza la primacía. De los porcentajes de votos y escaños obtenidos el 21 de octubre dependerá mucho más que la simple configuración de un equipo de gobierno, siempre con un nacionalista a la cabeza. Lo que hasta no hace mucho representaba la apuesta segura, una clara posición del PNV como partido más votado, o si se quiere, como minoría más importante en el Parlamento (lo que a la hora de obtener escaños se ve afectado en detrimento suyo por la penalización de Bizkaia en cuanto territorio con mayor población), llevaría a un gobierno del PNV con posibilidades de elegir entre alianzas móviles y el apoyo del PSE. Pero todo sería diferente si la sopa de letras de la izquierda abertzale pisa los talones de los jeltzales, hipótesis más que probable, e incluso les desborda en representación. Después de la experiencia de las administrativas de mayo de 2011, y con Egibar siempre al frente de su grupo de ‘Gipuzkoa por la independencia’, el impulso soberanista sería difícil de detener.
Los tres años y medio de gestión socialista han venido a probar una vez más la falsedad de la vieja visión de ‘Euskadi, dos comunidades’. A pesar de su importante fractura interna, aquí solo existe políticamente una comunidad: la nacionalista. Podemos dar por buena la serie del Euskobarómetro, que siempre habla de nacionalistas y no nacionalistas divididos al 50%. Pero los no nacionalistas se encuentran por una parte en franco retroceso electoral, carecen ya de la perspectiva soñada en 2001 de un Parlamento vasco constitucionalista; y por otra su división interna, vinculada al pasado, remontándose hasta la Guerra Civil y a los enfrentamientos permanentes de PP y PSOE en la escena española, hace imposible el trazado de una política común. Se comprobó al fallar la alianza de 2001 y la experiencia se ha repetido a partir de marzo de 2009, hasta la ruptura de mayo último. Ni siquiera los votantes de ambos partidos veían bien desde un principio el pacto alcanzado que permitió este periodo de gestión no nacionalista. Y al divorcio sociológico sucedió finalmente el estallido formal, con Patxi López poniendo la mecha al llevar al Gobierno Rajoy al Constitucional y Basagoiti anunciando por radio el fin del pacto. Peor imposible.
A pesar del innegable peso de una economía en declive, visible en la cuesta abajo de las recaudaciones, Patxi López está en condiciones de exhibir unos resultados económicos donde el impacto de la crisis resulta mucho menor que en otros lugares de España, y cabe entonces plantear una alternativa solidaria enfrentada a la política de recortes neoliberales en cascada de Rajoy. (Único reparo: no olvidemos las decisivas ventajas obtenidas por Euskadi gracias al Concierto). Ésta es en todo caso una importante baza electoral, que el lehendakari no ha dejado de reforzar últimamente al presentarse como la verdadera alternativa a la política de Madrid.
El inconveniente hasta fines de 2011, mientras el PSOE se mantuvo en el poder, era que difícilmente el Gobierno vasco podía aparecer en público como gestor de los principales problemas de la CAV, cuando Zapatero necesitaba una y otra vez los votos del PNV en el Parlamento, pudiendo en consecuencia hacer realidad aquello de ‘gobernar Euskadi desde la oposición’. Patxi López supo hacer de la necesidad virtud en temas cruciales como las transferencias, pero eso no le libraba de ser el ‘punching ball’ de las críticas y de las ironías de Urkullu y de Erkoreka. Indirectamente, quedaba bloqueada toda posibilidad de marcar distancias respecto del nacionalismo, por no hablar –si es que alguna vez pensó en la cuestión– de diseñar una forma de construcción nacional de Euskadi divergente de la abertzale, sin el mito de Euskal Herria, libre de todo esencialismo y fundada sobre una consolidación de una identidad dual. Por si fuera poco, el único miembro del PSE aficionado a la teorización, su presidente Eguiguren, se situaba en el campo semántico del nacionalismo mientras peroraba (y actuaba) por libre en el tema del fin de ETA. Ante su clientela, PNV, Batasuna, incluso el PP, tienen metas políticas definidas. El PSE ofreció una sucesión de actitudes razonables, desde la política lingüística hasta la de Interior; faltó la perspectiva de conjunto.
No obstante, por debajo de esa superficie poco brillante, el balance de la gestión de Patxi López dista de ser negativo. El lehendakari acierta al subrayar que recuperar la normalidad, como ha sucedido al forzar el cese de ETA, es ya un logro fundamental, y para alcanzarlo su gestión fue mucho más positiva que la de un PNV que siguió alimentando la condena a la Ley de Partidos. Otros enfrentamientos –en la cultura, en el reconocimiento por la sociedad de las víctimas– también perdieron fuerza. Confiemos en que no resurjan.
Antonio Elorza, EL CORREO, 22/8/12