ABC 19/01/15
ISABEL SAN SEBASTIÁN
· Se ha hecho Justicia con Bolinaga. La única que cabía esperar a estas alturas de una historia protagonizada por la infamia
EN una escala del uno al diez que midiera el grado de abyección humana, Josu Uribetxeberria Bolinaga alcanzaría una puntuación de once. Si resultara posible poner nombre a la maldad, el suyo aparecería entre los primeros de la lista. Su existencia estuvo inspirada por un odio enquistado en lo más profundo del alma que le llevó a matar y torturar sin la sombra de un remordimiento. Ha muerto, dicen, huérfano de paz o resignación, revolviéndose contra el dolor que con tanta frialdad había infligido a sus víctimas. Se ha hecho Justicia. Una Justicia tardía, implacable en su crueldad. La única que cabía esperar a estas alturas de una historia protagonizada por la infamia.
Toda mi educación, mis principios, las convicciones a las que me aferro para guiar mi conducta y hasta mi determinación consciente; mi voluntad de ser como hay que ser con arreglo a esas creencias, me llevan a la conclusión de que la vida es sagrada. De ahí que jamás haya abogado por la pena capital, éticamente indefendible a mis ojos, incluso cuando alguien reúne tantos requisitos para merecerla como este depredador sanguinario. Sé, porque así me lo enseñaron, que ninguna muerte debería ser celebrada con regocijo. Y sin embargo, lo confieso, la de Bolinaga me inspira sentimientos encontrados. Por una parte quisiera que hubiera vivido largos años, entre rejas, eso sí, al menos hasta cumplir íntegramente la pena impuesta por los tribunales a sus abominables crímenes, o, si de mí dependiera, una cadena perpetua. Por otro, toda vez que gozaba de una libertad inmerecida, debida a pactos políticos tan negros como su espíritu, pareciera que la Providencia (o quién sabe si el azar) ha venido a remediar una clamorosa injusticia. Y es que en ocasiones, no muchas, el azar, o quién sabe si la Providencia, acude en auxilio de la razón y la decencia para remediar los entuertos de gentes carentes de escrúpulos.
Uribetxeberria Bolinaga, fiel lacayo de la serpiente enroscada en el hacha, expiró sin que de sus labios saliese una palabra de pesar por todo el mal que había causado. Se llevó su hiel a la tumba, entre vítores de otros etarras que, directa o indirectamente, participaron como él en atentados terroristas, por más que ahora gobiernen ayuntamientos y diputaciones. Murió sin atreverse a mirar de frente a la parca, alardeando hasta el final de haber sido un asesino. El asesino de Pedro Galnares, Ángel López Martínez, Mario Leal y probablemente algunos inocentes más.
En el extremo opuesto de esta línea del honor se halla José Antonio Ortega Lara, a quien el difunto sometió a un tormento feroz durante 532 días. Un suplicio que habría terminado en muerte por inanición de no haber intervenido en su auxilio la Guardia Civil, con su habitual eficacia. Al funcionario de prisiones le dolió la puesta en libertad prematura e injustificada de su carcelero, me consta. Le sublevó la iniquidad inherente a esa medida con la que el Estado le privaba a él, como a tantos otros antes que él, de su irrenunciable derecho a recibir reparación por el daño sufrido. Le dolió y le sublevó la injusticia, pese a lo cual renunció a tomársela por su mano, siguiendo el ejemplo encomiable de todos los agraviados que ha dejado este combate a lo largo de las décadas. El viernes, al preguntarle los periodistas, comentó a guisa de obituario: «Se ha muerto, descanse en paz, punto final». Ortega Lara es más generoso que yo. Más piadoso. Mejor cristiano. Si me hubieran encargado a mí la redacción de ese epitafio, habría sido algo así como:
Ha muerto Bolinaga. Descansen en paz sus víctimas.