Isabel San Sebastián-ABC

La izquierda ha hecho bandera de «la mujer» con el mismo reduccionismo insultante que emplea al hablar de «los trabajadores»

Agotado el cuento de la «lucha de clases» por falta de proletariado dispuesto a dejarse manipular, la izquierda ha hecho bandera de «la mujer» con el mismo reduccionismo insultante que emplea todavía hoy al hablar de «los trabajadores» como si se tratara de uno solo. Es decir, como si «mujeres» o «trabajadores» fuesen colectivos homogéneos constituidos por seres intercambiables y no inmensos grupos de individuos cada uno de los cuales es único e irrepetible en su modo de entender la vida, sus problemas, ambiciones, debilidades o fortalezas. ¿Cabe mayor desprecio que ese intento de igualar hasta el más burdo simplismo lo que es de naturaleza diversa e intrínsecamente complejo? Tan lejos han llegado las cosas en esta infame y a la vez absurda pretensión de instrumentalizar a la mitad de la población, que hasta las feministas de rancio abolengo e incuestionable pedigrí socialista andan a la greña con otras incorporaciones recientes al club del color morado, por su rechazo a compartir pancarta con los componentes de esa sopa de letras, LGTBI+, donde el + se complica y amplía cada día que pasa. Ellas son más de cajones separados, aunque la palabra «persona» les chirría.

No resulta extraño que los dos socios integrantes de este Gobierno, PSOE y Podemos, hayan chocado precisamente con motivo de la ley del «solo sí es sí». En otros terrenos habían tenido sus roces, pero el auténtico encontronazo se ha producido al tocar un campo que ambos partidos se disputan a muerte como caladero de votos, con el beneplácito de las féminas dispuestas a dejarse utilizar con fines electoralistas. Porque eso es exactamente lo que hacen quienes asumen el discurso presuntamente protector de esa ideología empeñada en presentarnos a todas como desvalidas necesitadas de una tutela legal superior a la que ampara en democracia al varón: retroceder en el tiempo a fin de hacerles el juego.

Durante siglos se consideró que la mujer era el «sexo débil» y precisaba por ello un hombre que la defendiera y proveyera a la prole. A cambio, ella delegaba en él la capacidad de decidir y se plegaba a su criterio en el ámbito de lo público. La verdadera revolución feminista, protagonizada por las sufragistas a comienzos del siglo pasado, dio un vuelco a esa situación de absoluta sumisión, tan injusta como causante de una desastrosa hemiplejia social, al exigir y conseguir iguales derechos y responsabilidades. En el transcurso de la última centuria, las mujeres occidentales no solo alcanzamos esas conquistas sobre el papel, sino que nos abrimos camino en todos los ámbitos del mercado laboral, a costa de no poco esfuerzo. Unas más y otras menos, por supuesto. Exactamente igual que ellos. Hasta que llegó esta izquierda postmoderna a proclamarnos víctimas propiciatorias de su necesidad de medrar en un entorno económico-político donde sus consignas clásicas solo cosechan fracasos. A falta de lucha de clases, guerra de sexos. La cosa es identificar un enemigo sencillo, susceptible de desempeñar el papel de «malo» en su película maniqueísta. Y puesto que el «rico» de caricatura no moviliza a las masas, se han sacado de la manga al «machista», precisamente cuando esa especie estaba ya muy mal vista. ¿Resultado? Les han dado alas con sus excesos.

Pues bien, señores y señoras empeñados en salvarme, váyanse ustedes con su monserga a otra parte. Soy inmune a su propaganda. Nunca he permitido que nadie tomara mis decisiones ni mucho menos estoy dispuesta a dejarme victimizar porque a ustedes les convenga. Bastantes «salvadores» de pacotilla hemos debido soportar a lo lago de la historia. ¡Viva la libertad!