Francesc de Carreras-El Confidencial
- Barcelona perdió la oportunidad de emprender un rumbo distinto hace treinta años, justo cuando Scully y tantos otros la descubrieron como un buen lugar para vivir y para trabajar
Sean Scully, artista plástico de prestigio mundial, tras residir en Barcelona desde los primeros noventa, abandonó silenciosamente la ciudad hace un par de años y se fue a vivir con su familia a Aix-en-Provence. Tiene 76 años, es de origen irlandés y de nacionalidad estadounidense.
En declaraciones al ‘Financial Times’ ha explicado los motivos de su marcha que, en resumidas cuentas, se reducen a uno: no soporta más el clima de nacionalismo y deterioro cultural instalado en la sociedad catalana. Habla de la presión lingüística, desde luego, pero también del abandono de proyectos artísticos que le atraían, como el de convertir Montjuich en la «montaña de los museos». Lo proyectaba Xavier Trías cuando fue alcalde, pero el actual consistorio lo desechó ya en 2015. Quizás consideraron que hacer museos era de derechas. Fue entonces cuando el artista, desanimado y con sentido de la realidad, empezó a pensar que no tenía otra salida que trasladarse a otra ciudad.
Aquella Cataluña todavía estaba viva, no había sido arrasada por el fanatismo nacionalista y respiraba los aires y el empuje de libertad
El abandono de Scully por estas razones es sin duda simbólico pero no el más significativo. Jueces, médicos, profesores, empresarios y profesionales, trabajadores de todo tipo, o bien rechazan venir a Barcelona o se marchan en cuanto pueden. La ciudad que antes atraía talento ahora lo ahuyenta. ¿Qué ha pasado? Que en la actualidad es víctima de dos plagas: el nacionalismo independentista por un lado y, por otro, las peregrinas ideas, para llamarlas de algún modo, de la alcaldesa Ada Colau y su equipo. La mezcla entre ambas es la causa de la actual decadencia.
Barcelona perdió la oportunidad de emprender un rumbo distinto hace treinta años, justo cuando Scully y tantos otros la descubrieron como un buen lugar para vivir y para trabajar. Un libro reciente lo explica con una gran minuciosidad. Está escrito por el historiador Jordi Canal, catedrático en París pero residente en Gerona, todo un síntoma de la acogedora Cataluña nacionalista. Se titula ’25 de julio de 1992. La vuelta al mundo de España’, publicado por Taurus. En esta fecha se inauguraron los Juegos Olímpicos de Barcelona y de eso va el libro: de aquella Barcelona y de aquella Cataluña realmente existente que todavía estaba viva, no había sido arrasada por el fanatismo nacionalista y respiraba los aires y el empuje de libertad de los veinte años anteriores. La época de Jaume Sisa y el Gato Pérez, de Los Manolos y Peret, de Juan Marsé y Gil de Biedma.
El símbolo de los Juegos fue el Cobi diseñado por Javier Mariscal y eso lo dice todo: era un bicho inexistente pero que se convirtió en universal, no representaba otra cosa que la libertad en estado puro, la libertad en cualquier parte del mundo, no estaba predeterminado por identidad alguna, ni histórica, ni lingüística, ni étnica. El gran Mariscal supo interpretar perfectamente el espíritu de su tiempo, el jurado que lo escogió estaba en la misma honda y el agazapado nacionalismo que gobernaba desde hacía pocos años se inquietó profundamente: el espíritu del Cobi era un gran peligro para la sociedad que estaban empezando a diseñar, era una amenaza para la Cataluña identitaria con la que soñaban. Jordi Pujol, con astucia, frenó a los más intemperantes y dejó hacer. Ya iría construyendo en adelante, poco a poco, la nación catalana.
Más de treinta años después está claro que el nacionalismo ha ganado por goleada: la marcha de Scully, su desengaño con la ciudad escogida para vivir, es todo un símbolo de esta derrota de la libertad y la de aquel añorado espíritu olímpico que con tanta precisión expresó Juan Antonio Samaranch, como presidente del COI, en el libreto de la ceremonia de apertura: «La naturaleza universal de los Juegos de Barcelona refleja la nueva era en la que el mundo está entrando. Las animosidades históricas están siendo abolidas y los antiguos antagonismos que desvirtuaban el espíritu olímpico de hermandad y paz que ya pertenecen al pasado. La ciudad de Barcelona, mi ciudad natal, ofrece un escenario excelente para este nuevo clima de buena voluntad. Esta ceremonia de inauguración, con su esencia cultural, su mensaje de tolerancia y su carácter cosmopolita, será el más brillante escaparate de los ideales olímpicos».
El optimista Samaranch, lamentablemente, no acertó en nada: la nueva era mundial no ha traído la paz, las animosidades históricas siguen y en la Barcelona oficial ha decaído la cultura, queda muy poca tolerancia y ningún espíritu cosmopolita. Cataluña está encerrada en sí misma, con una sociedad discrepante callada y timorata, unos representantes políticos en su mayoría con ideas muy parecidas, todas ellas girando alrededor de una identidad catalana única, oficialmente monolingüe, encerrada con un solo juguete: la independencia derivada del nacionalismo. Una sociedad inhóspita para quienes no participan de las ideas dominantes en la Generalitat y en los medios de comunicación, abandonada a su suerte por el Gobierno del Estado, desmoralizada e impotente.
Los tiempos olímpicos fueron la última ocasión de situar a Cataluña en Europa, en la Europa de la postguerra mundial, en la Europa que no quería enfrentamientos por nacionalismos identitarios. Una Europa razonable que pensó que si el carbón – que producía Francia – y el acero – que producía Alemania – adoptaban políticas comunes de colaboración por intereses mutuos, se podía alcanzar, con tiempo e inteligencia, una Unión Europea como proyecto de futuro.
Hoy las fuerzas políticas de Cataluña son contrarias a estas inteligentes posiciones, están enfrentadas con el objetivo de dividir en lugar de unir. Por eso se ha ido Scully, por eso se han ido tantos otros, por eso Cataluña está en decadencia y es una peligrosa espoleta para la decadencia de España.