ABC 14/11/16
ISABEL SAN SEBASTIÁN
· Trump es lo opuesto al liberalismo, el esfuerzo, el coraje, la excelencia o la defensa de elevados principios
SÍ, la victoria de Donald Trump tiene sus razones. Sí, la mayoría de los analistas y medios de comunicación erraron estrepitosamente el diagnóstico junto al correspondiente pronóstico. Y sí, dicho lo que antecede, el aterrizaje de un tipo semejante en la Casa Blanca constituye una noticia sumamente inquietante, ya que llega hasta el Despacho Oval a lomos de promesas imposibles de cumplir, mentiras o exageraciones propias de un populismo impúdico, rabia hábilmente explotada y una trayectoria errática cimentada en la televisión de masas que le retrata como el personaje imprevisible que es. Un elefante (nunca mejor dicho) en la cacharrería de cuya gestión depende la seguridad del mundo entero.
Sí, el «establishment», bautizado aquí como «sistema» por nuestros populistas locales, está trufado de corrupción. Sí, los partidos tradicionales, a izquierda y derecha, se han prostituido hasta el extremo de convertirse en meras maquinarias destinadas a conseguir o conservar el poder. Sí, la intriga, falta de principios y nula ejemplaridad son características comunes a buena parte de nuestros líderes. Sí, la dictadura de lo políticamente correcto ha causado estragos en nuestra capacidad defensiva frente a las amenazas que nos atenazan, empezando por el terrorismo. Sí, se ha impuesto el relativismo, el gran mal de nuestro tiempo. Pero Trump, Farage, Le Pen o Iglesias no pueden ser la solución.
El edificio levantado a partir de 1945 sobre los cimientos ensangrentados de una Europa devastada se viene abajo sin remedio. Hemos olvidado la lección, lo que nos aboca a repetir una historia trágica aplicando idénticas recetas fracasadas a similares problemas cíclicos: Crisis económica, pérdida masiva de empleos, cambio de modelo productivo, competencia percibida como desleal por quienes no son capaces de adaptarse a las nuevas exigencias, miedo, ira, impotencia… consecuencias imparables de la globalización, similares a las derivadas del paso de la era agrícola a la industrial hace cien años. Dos guerras mundiales sirvieron para demostrar que el levantamiento de barreras proteccionistas resulta contraproducente en el empeño de evitar conflictos y que nada resulta tan útil al progreso común y la paz como fomentar los intercambios. Que azuzar el odio al vecino, al que prospera, al diferente, termina en millones de muertos. Que quien se resiste a la realidad acaba aplastado por ella. Aprendimos el altísimo valor de la libertad individual y política. El deber ineludible de defenderlas con valentía, a costa del sacrificio personal. La fragilidad de la democracia, sujeta a giros brutales de efectos aterradores. Crecimos (los de mi generación) agradeciendo a nuestros padres la cultura del esfuerzo merced a la cual tuvimos lo que a ellos se les negó. La virtud del trabajo constante. La capacidad de renunciar a una infinidad de deseos perfectamente legítimos con tal de legar a los hijos un futuro mejor. Todo eso se ha ido al garete. El «sangre, sudor y lágrimas» no vende. Triunfa el «porque tú lo vales», el «tú tienes derecho a todo», tejido a base de embustes y servido en mensajes simples a través de las redes sociales.
Donald Trump nada tiene que ver con el liberalismo, el esfuerzo, el coraje, o la austeridad. Mucho menos con la excelencia o la defensa de elevados principios. Es lo opuesto. Un niño de papá rico, aficionado a todo tipo de excesos, que aprendió en un reality show lo que hay que decir y hacer para satisfacer a la audiencia. Un demagogo consumado. Un vendedor de humo y odio cuyas promesas generarán grandes dosis de frustración cuando se revelen baldías. Entonces crecerá la rabia y no habrá muro que la contenga.