IGNACIO CAMACHO, ABC – 19/07/14
· El soberanismo desdeña la propuesta federal. No quiere un nuevo modelo de Estado compartido, sino un nuevo Estado propio.
Escaramuza de manifiestos cívicos en Madrid sobre la «cuestión catalana», el eterno problema de España cuya dificultad de resolución desalentó a Ortega. Se movilizan filósofos, narradores, periodistas, tratando de destilar el esfuerzo intelectual en un compromiso de índole política. Unos reclaman la firmeza constitucional frente al soberanismo desde una visión dolorida de «la nación a la defensiva» que se ha dejado ganar por incomparecencia el debate de las ideas; otros apuestan por la reforma federal para dar encaje a una ensoñada «tercera vía». La primera deducción que se desprende de la lectura de ambos es que el nacionalismo juega con la ventaja de una mayor cohesión; su desafío a la plural sociedad constitucionalista carece de respuestas unívocas.
La segunda conclusión consiste en que es harto probable que este debate, formulado desde la honestidad del pensamiento libre, rebote en el rocoso caparazón soberanista. El nacionalismo ya no está en otro debate que el de la secesión, a cuyo horizonte se aproxima con un equipaje que no es ideológico ni siquiera político, sino mitológico. Ha entrado en el bucle sentimental de la emancipación con la energía de una quimera sagrada. La propuesta federal, contemplada como una suerte de colchón táctico para amortiguar el choque de legitimidades, carece de masa crítica en la Cataluña actual desde que Maragall la abandonó para entregarse a la dinámica rupturista. El PSC es un minoritario partido en llamas que ha perdido su vieja centralidad en la sociedad catalana.
Y el soberanismo hegemónico contempla con desdén la voluntad componedora de cierta izquierda española; ya no se conforma con medias tintas ni su modelo ha sido nunca el de una federación necesariamente igualitaria. No quiere un nuevo modelo de Estado compartido. Quiere un nuevo Estado propio.
Desde la humildad de un arriba firmante de su propio artículo, este escribidor admite sentirse desprovisto de certezas. Simpatizo con el enérgico análisis moral del manifiesto Libres e Iguales, con su denuncia valiente de la resignación y su radical defensa de la soberanía y de la ley, pero no estoy seguro de que la mera resistencia sea la única estrategia posible ante el reto secesionista, aunque sí deba ser la principal. Tampoco lo estoy de que la cesión de nuevos privilegios aplaque el furor independentista ni rebaje la espuma de su insaciable oleada. Me gustaría creer en un nuevo pacto de «conllevancia» con garantías para otros treinta años, pero me cuesta confiar en la lealtad de un nacionalismo que ha roto todos los acuerdos posibles y hasta los imposibles.
Y en el fondo lo único que deseo es que, sea cual sea la respuesta, la España constitucionalista sea capaz de creer en sí misma sin titubeos, segura de sus virtudes ciudadanas, con la fe unitaria que esgrimen los que han decidido convertir a sus compatriotas en extranjeros.