No cabe duda de que los sentimientos de pertenencia acompañan al ser humano en toda su historia y que la razón universal debe tenerlos en cuenta si no quiere ser descarnada e impotente. Pero también es de tener en cuenta que donde no surge la artificialidad del derecho y del Estado reina la naturalidad de la venganza y de la ley del más fuerte.
Cuando un nacionalista periférico quiere criticar a España recurre a la palabra Estado: España es un Estado, algo artificial, frente a la naturalidad de la nación. España no es una nación, es solo un Estado. Molesta incluso que haya quien se atreva a calificar al Gobierno de España-Estado como Gobierno de la nación (Josep-Maria Terricabras).
En contra de la artificialidad del Estado, la naturalidad de la nación es algo positivo. Posee el calor de lo comunitario frente a lo convencional de lo social, constituido por reglas y procedimientos, mientras que la nación es sentimiento, identidad, identificación.
En unos documentos redactados por personas cercanas al mundo de ETA-Batasuna en los momentos posteriores a la caída del muro de Berlín y a la implosión del imperio soviético, se preguntaban qué podría suceder al proletariado como motor de la historia tras el fracaso. Y su respuesta fue que eran las naciones sin Estado las que tomaban el relevo. De ahí provienen las estrechas relaciones que el mundo de Batasuna pudo establecer con los movimientos indigenistas de Latinoamérica, con Morales y Chaves.
En este tipo de planteamientos se puede apreciar tanto la defensa de comunidades naturales -los buenos salvajes de Rousseau, todavía no podridos por la artificialidad de la civilización- como la voluntad troskista de destrucción del Estado como sistema objetivo de opresión de la libertad subjetiva colectiva. En este sentido, las naciones nunca pueden llegar a formar Estado propio, pues mimetizarían la opresión inherente a la forma Estado. La apuesta revolucionaria por la nación es la apuesta por la revolución permanente, que se niega a institucionalizarse.
La naturalidad de la nación no llega más allá de lo que la raíz del nombre indica: producto del nacimiento. La defensa de la nación indica la defensa de lo devenido, de lo que ha llegado a ser de forma natural, biológica. El historiador Hagen Schulze (Estado y nación en Europa, 1994) escribe: «Natio es un viejo concepto tradicional, heredado de la antigüedad romana, que califica originariamente el nacimiento o descendencia como característica diferenciadora de grupos de todo tipo. Cicerón, por ejemplo, reunió bajo este concepto un grupo de población, los aristócratas, mientras que la natio para Plinio era una escuela de filósofos. Sin embargo, encontramos también de modo llamativamente frecuente natio como el concepto opuesto a civitas, es decir, como pueblo incivilizado que no conoce ninguna institución común, más o menos, con el mismo sentido con el que los ingleses de hoy hablan de natives, los franceses de natifs, los alemanes de Eingeborenen. Los paganos de la Vulgata, los bárbaros de Isidoro de Sevilla, las hordas musulmanas infieles de Bernardo de Claraval eran naciones, y también las grandes tribus germanas de la edad media temprana, los francos, longobardos o burgundinos eran descritos como nationes porque tenían ciertamente cada una su origen, pero aparentemente sin aquella estructura interna política y social que constituye un pueblo civilizado» (p. 88-9).
Aunque ya se nos haya olvidado, existía no hace tantos años un Estado que se llamaba Somalia, y que constituye uno de los llamados por la ONU agujeros negros, lugares en los que la estructura estatal se ha disuelto y reina el poder de las tribus o de los señores de la guerra. Los agujeros negros corren el riesgo de convertirse en lugares propicios para el asentamiento del terrorismo, lugares en los que no se plantea la cuestión del monopolio de la violencia, y aún menos la cuestión de la legitimidad de la violencia, de su sumisión al derecho.
Las naciones son imaginadas. Nada hay de natural en ellas. Sus fronteras son borrosas, fruto de la sangre y el semen, de guerras y matrimonios dinásticos. Francia y Fráncfort reciben su nombre de la misma tribu, los francos, una tribu germana. Y como decía Bernard Shaw, EEUU de América y la Gran Bretaña son dos países separados por la misma lengua.
Lenguas son el castellano, el catalán y el euskera, pero también la ciencia moderna tiene su propio lenguaje, como lo tiene internet. Y la cultura europea es una compartida a partir de unas herencias comunes -la filosofía griega, el derecho romano, la percepción y vivencia del tiempo hebreas- y dicha en distintas lenguas que comparten no pocas raíces comunes como cuando ingleses y españoles dicen window o ventana, y franceses y alemanes fenêtre o Fenster.
No cabe duda de que los sentimientos de pertenencia acompañan al ser humano en toda su historia y que la razón universal debe tenerlos en cuenta si no quiere ser descarnada e impotente. Pero también es de tener en cuenta que donde no surge la artificialidad del derecho y del Estado reina la naturalidad de la venganza y de la ley del más fuerte. Es peligroso jugar con contraposiciones arriesgadas. Si maduramos individualmente por la capacidad de rebelarnos contra las generaciones anteriores, no anulemos esa capacidad por pensarnos colectivamente.
Joseba Arregi, EL PERIÓDICO DE CATALUÑA, 11/4/2011