ABC 29/05/17
JUAN MANUEL DE PRADA
· Decir que Cataluña es una «nación cultural» es una perogrullada
ÉRAMOS pocos y parió Pedro Sánchez la ocurrencia de la «nación cultural». A mí esta salida, tan delatora de lo que Max Estrella llamaba un «cráneo privilegiado», me ha recordado aquella salida coñona de Adriano del Valle, en cierta velada literaria: «Como yo soy poeta/ tan superrealista y nuevo,/ ahora mismo me agacho/ y pongo un huevo».
Este huevo evacuado por Sánchez, en medio del pandemónium separatista, es como tratar de disuadir al ludópata empeñado en hacerse millonario diciéndole: «No juegues a la ruleta, hombre, que tú ya tienes millones… de amigos». Se puede ser, desde luego, millonario en muchas cosas; pero pretender consolar a quien desea serlo de dinero diciéndole que ya tiene millones de amigos sólo contribuye a hacerle más aflictiva su falta de dinero, que desde entonces vivirá como una amputación.
La lengua que aprendemos de labios de nuestra madre, la lengua en la que amamos y rezamos, la lengua en la que cantamos las hazañas de nuestros héroes y lloramos a nuestros muertos nos constituye. Y la lengua catalana es una realidad constitutiva que ha nutrido tradiciones e instituciones multiseculares. Decir, pues, que Cataluña es una «nación cultural» es una perogrullada. Pero una perogrullada que coquetea irresponsablemente con la tesis que dice combatir.
Pues lo que la mentalidad contemporánea, borracha de anisete roussoniano, entiende cuando escucha la palabra «nación» no es una realidad multisecular fundada en tradiciones propias, sino más bien lo contrario. Lo que la mentalidad contemporánea entiende por «nación» es una construcción artificiosa y puramente contractualista, según la cual una comunidad humana puede constituirse ex novo y expresar soberanamente su voluntad. Para la mentalidad contemporánea, la «nación» se constituye mediante un acto de soberanía; y la soberanía –citamos de nuevo a Rousseau– es una «divinidad poderosa, inteligente, benéfica, previsora y próvida» que puede «obrar absoluta e independientemente», barriendo todas las realidades multiseculares previas. Este concepto de «nación» ha sido incrustado a martillazos en la conciencia del hombre contemporáneo. Es el principio inspirador del constitucionalismo y su pecado original; y actúa a modo de aguarrás disolvente sobre lo que Chesterton llamaba «la democracia de los muertos», arrasando cualquier sentido de pertenencia a un proyecto común. Y lo que los separatistas pretenden, precisamente, es destruir ese sentido de pertenencia a un proyecto común mediante un acto de afirmación soberana y constituyente, que es lo que «nación» significa para la mentalidad contemporánea.
Pero ese sentido de pertenencia a un proyecto común (idea integradora de España entendida como realidad biológica cierta, no como caprichosa expresión contractualista) está hecho por muchas generaciones de catalanes y de españoles venidos de otras tierras que fundieron su sangre con los catalanes, que compartieron sus dolores y anhelos, que labraron sus tierras y fundieron sus metales. Y los dolores y anhelos de todas esas generaciones valen algo, desde luego mucho más que el capricho de una generación adanista que, borracha de anisete roussoniano, se cree legitimada para utilizar como felpudo a todas las generaciones precedentes. Invocar la «nación cultural» ante quienes entienden por «nación» una artificiosa creación contractualista es poner tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. Y vuelve a demostrar que, cuando se bendice el pecado original, se termina tarde o temprano, como el rey del romancero, muriendo «por do más pecado había».