Santos Juliá-El País
Solo dejando de imaginar el pasado como nación de un solo pueblo se podrá debatir aquello que de verdad está en juego: el reparto de poder entre instituciones
“Here is not merely a nation but a teeming nation of nations”, escribió Walt Whitman en el prólogo a su gran poema Leaves of Grass: no solo una nación, sino una ubérrima nación de naciones: eso era América, aquel crisol donde se fundieron “los americanos de todas las naciones”. Con su poderosa voz, Whitman cantaba el genio de Estados Unidos que no radicaba en sus Gobiernos o Parlamentos, sino en aquel pueblo común, en sus maneras, su habla, su vestido, su amistad.
En España, la gran empresa común con la que, según escribía Manuel Azaña en 1918, se abrió el siglo XIX, la guerra de la Independencia, pudo haber resultado en la “fusión nacional” con la Constitución de Cádiz como su expresión legal: una nación, un solo pueblo, una ley única extendida por todo el territorio. Pero las guerras civiles que siguieron a la caída del absolutismo, con sus componentes dinásticos, religiosos y fueristas, al arruinar al Estado liberal, lo hicieron fracasar en su empeño unitarista: la obra quedó a medio hacer, nadie está contento, pensaba Azaña. Y Richard Ford, viajando por aquella España, estaría de acuerdo cuando observaba que el término genérico de “España” parecía inventado para confundir a viajeros: los corazones de las gentes siguen en sus lugares nativos, de manera que España es hoy día (1845) “un manojo de cuerpos pequeños atados unos a otros con cuerda de arena”.
La cuerda de arena se convirtió en cadena de hierro como resultado de la última guerra civil, combatida por republicanos y “nacionales” como si de una guerra contra el invasor se tratara. Y fue entonces cuando un joven historiador, José María Jover, sintió que en su interior surgía el concepto de España como una nación de naciones, concepto que le ofrecía la mejor vía para expresar en tres palabras la complementariedad y el compromiso mutuo que existía de antiguo entre España con el conjunto de regiones y de naciones que la formaban. Nada que ver con el significado de Whitman, España, escribía Jover en 1950, era una comunidad plurinacional, una visión que por los mismos años se extenderá también en medios del exilio, cuando Anselmo Carretero, siguiendo los pasos de su padre, Luis, y con la esperanza puesta en una federación democrática de los pueblos hispánicos, defina a España en 1962 como “una nación formada por diversos pueblos, una nacionalidad superior que comprende varias nacionalidades, una nación de naciones”.
Esta nación de naciones reapareció en el debate sobre el artículo segundo de la Constitución mantenido en los primeros meses de 1978, cuando Gregorio Peces Barba afirmó la sinonimia entre nacionalidad y nación. Y un año después será Alfonso Guerra quien, en la comisión constitucional que aprobó, con solo una abstención y el voto en contra de Blas Piñar, el proyecto de primer estatuto de autonomía de Cataluña, se refiera a la nación de naciones como la mejor expresión posible de una concepción federal del Estado. Y todavía en noviembre de 2005, la diputada del PSC Manuela de Madre, en el debate sobre el nuevo estatuto de autonomía, afirmará que “la nación catalana no niega la nación española, la enriquece, pues España —y no somos los primeros en decirlo— es una nación de naciones”.
No eran los primeros ni serán los últimos: Pedro Sánchez ha defendido “la vieja idea de Peces Barba” reafirmando que España es una nación de naciones, cuatro, por lo visto, con una sola soberanía. Una vieja idea dinamitada por quienes compartieron un día su primera plasmación jurídico-política y han sucumbido de nuevo a lo que Emilio Castelar, un republicano de pro, consideraba “el más incurable de todos nuestros defectos, el menosprecio a las leyes”. Cuando se trata de una democracia, nada hay por encima de la ley, sobre todo si la ley en cuestión ha sido debatida, acordada, promulgada y refrendada por la gran mayoría de los ciudadanos del Estado y de sus representantes en un Parlamento constituyente.
Y este es el punto a que hemos llegado, solo que ahora nada permite pensar que una vuelta al discurso de la nación de naciones conduzca a ningún puerto. Solo cuando los actores políticos dejen de imaginar el pasado en términos de nación-de-un-solo-pueblo será cuando se pueda debatir abiertamente de aquello que de verdad está hoy en juego: el reparto de poder entre las diversas instituciones de un Estado compuesto, como es el nuestro.