Gabriel Albiac, ABC 19/12/12
Saqueo y enriquecimiento personal no son accidentes en la forja del nacionalismo. Son su esencia.
Él sabía que nada une con mayor firmeza que los delitos cometidos en común. La prueba estaba en violar la ley en interés del partido: era el mejor sistema de control. El mismo resultado, pero en más agradable, se obtenía convidando al pillaje que tanto anhelaban todos. La solidaridad entre los dirigentes del partido no era otra cosa que una complicidad. Cada uno de ellos dependía de todos los otros. Tal fue el sentido y objetivo profundo de su consigna: ¡Enriqueceos!». Nada une más que el delito compartido. Y, si el delito es económico, la soldadura será perfecta.
Saqueo y enriquecimiento personal no son accidentes en la forja del nacionalismo. Son su esencia. La estafa de un banco quebrado puede transubstanciarse en épica nacional. Basta con que el acechado por los jueces pueda envolverse en la sagrada bandera. Y el robo será sacrificio patrio. Y el banquero turbio, dirigente mártir sobre el altar en el cual la patria honra a sus hijos mejores: no es a él a quien los enemigos quieren ominosamente crucificar; es a la patria. Envite turbio, pero altamente rentable. Si Estado y jueces siguen adelante, la llamada a los ideales primigenios —tierra, sangre, lengua— arrastrará fácilmente a una multitud que nada desea tanto cuanto ser sierva de un destino. Si Estado y jueces reculan, la piedra angular habrá sido asentada.
Y el ungido ascenderá a Profeta. Y su voz sentará doctrina, inserta en las raíces hondas del alma colectiva de su pueblo. Y nadie querrá escuchar al viejo Dr. Johnson: «el patriotismo, ese último refugio de un canalla». Es tan grato dejarse acunar por la creencia en el elegido… Y en los suyos. Y asistir al espectáculo de su prodigiosa fortuna con la plácida admiración de los siervos ante el resplandor de los señores. La familia —que resplandece— es la nación. No ya su emblema, no ya su metáfora o símbolo: apellido familiar y nombre patrio acabaron por ser lo mismo.
Las constantes históricas son asombrosas. Y el hombre que llama a los suyos a enriquecerse a cualquier precio —el de la ley o el que sea, porque los adalides de la patria no están sometidos a constricción que no pongan ellos mismos— es más un chamán que un político. Aquel por cuyo advenimiento clamaban olvidados románticos de hace dos siglos: «Un más alto espíritu, enviado por el cielo, tiene que fundar entre nosotros esta nueva religión» de las mitologías nacionales. «Será la última, la más grande obra de la humanidad». Y la oruga se trocará en príncipe de un destino, de una tierra y una lengua nuevos. Nuevos y, al tiempo, nacidos de lo más profundo: abismales raíces muy wagnerianas.
Exhibido en espectáculo de comunal religión, el delito se convierte en liturgia y es amable. Y nadie va a pagar nunca por lo hecho: ya se trate de extorsión, estafa o robo. Ni pagará en cárcel, ni en devolución, ni mucho menos en pérdida de fe política. A más expoliación, mayor admiración comunal de los creyentes. Es la fiesta, la gran fiesta nacionalista: «Él sabía que nada une con mayor firmeza que los delitos cometidos en común. La prueba estaba en violar la ley en interés del partido: era el mejor sistema de control. El mismo resultado, pero en más agradable, se obtenía convidando al pillaje que tanto anhelaban todos. La solidaridad entre los dirigentes del partido no era otra cosa que una complicidad. Cada uno de ellos dependía de todos los otros. Tal fue el sentido y objetivo profundo de su consigna: ¡ Enriqueceos ». (Hermann Rauschning: ConversacionesconHitler,1932-1934).
Gabriel Albiac, ABC 19/12/12