Kepa Aulestia-El Correo
- El carácter cambiante del término nación lo asimila al de nacionalidad, también cuando se habla de minoría nacional. Pero es comprensible que el nacionalismo se incline por él
Una de las demandas que laten entre los objetivos del independentismo catalán es que en el frontispicio de lo que resulte de las negociaciones para la investidura de Pedro Sánchez aparezca el reconocimiento de Cataluña como nación. No solo como nacionalidad, tal cual recoge el artículo 2 de la Constitución. Una demanda que ha hecho suya esta misma semana el presidente del EBB, Andoni Ortuzar, también para Euskadi.
El Estatut de 2006 introdujo el concepto nación en su preámbulo, señalando: «El Parlamento de Cataluña, recogiendo el sentimiento y la voluntad de la ciudadanía de Cataluña, ha definido de forma ampliamente mayoritaria a Cataluña como nación». El tono descriptivo de la aseveración daba cuenta de la cautela con la que se mentaba. La sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut, de junio de 2010, consideró el término nación «extraordinariamente proteico», asumiendo que se emplease para hablar de «una realidad cultural, histórica, lingüística, sociológica y hasta religiosa». Pero concluyendo que «la nación que aquí importa es única y exclusivamente la nación en sentido jurídico-constitucional. Y en ese específico sentido la Constitución no conoce otra que la Nación española». El propio Consejo Consultivo de la Generalitat había sido muy claro al defender la presencia del término nación en el preámbulo del Estatut, «mientras no se vincule con Estado o soberanía».
Quizá porque aún se mantenga el eco de esas palabras, quizá porque -como ocurre tantas veces con la identidad nacional- Carles Puigdemont y otros lleven ya seis años recreando la catalanidad desde el exilio, en medio de las negociaciones ha surgido la idea de la «minoría nacional». La ha echado a rodar Junts. Como si a alguien se le hubiese ocurrido hacer tabla rasa de que la Generalitat se remonta al siglo XIV, según su propio relato vindicativo. O hubiera encontrado en la extensión de la lengua catalana dentro y fuera de España el enganche definitivo para sortear las estrecheces constitucionales. Hasta una narrativa de catalanes errantes y sojuzgados.
El carácter «proteico» -cambiante- del término nación lo asimila al de nacionalidad. También cuando se habla de minoría nacional. Pero es comprensible que el nacionalismo se incline por él. Tanto para distinguirse en autenticidad respecto a otras opciones políticas en competencia, como para diferenciar la propia comunidad -en este caso Euskadi o Cataluña- respecto a otras autonomías. Por lo que tampoco le hace especial gracia eso de «una nación de naciones». Aunque no nos encontramos en medio de un nuevo proceso constituyente. Ni siquiera en medio de una reforma estatutaria. Nos encontramos en puertas de una eventual investidura. Si acaso en la ilusión de que cualquier señal de reconocimiento de Euskadi o de Cataluña como nación podría acercarnos un poco más al ejercicio del derecho de autodeterminación, dejando de lado la advertencia del Consejo Consultivo de la Generalitat. Solo que esa señal podría llevar únicamente la firma del candidato socialista a la presidencia del Gobierno, no la del Presidente. Y a lo sumo tendría una vigencia sin valor jurídico de cuatro años. No haría que los vascos fuésemos más nación.