Isabel San Sebastián, ABC, 13/9/12
Chantajear a 47 millones de españoles con una amenaza de secesión si no se obtienen los privilegios que se reclaman es intolerable
TODOS los excesos nacionalistas que en la Historia han sido tienen su origen en la necesidad de encontrar un chivo expiatorio para los problemas colectivos derivados de una mala gestión de los gobernantes y desviar así la ira del pueblo de su destinatario natural. Desde los pogromos dirigidos contra los judíos en la «gran madre Rusia» de los Zares hasta la brutalidad del «ein Volk, ein Reich, ein Führer» manifestada de mil modos distintos en la Alemania hitleriana, sin olvidar las coartadas pseudo-patrióticas del castrismo antiamericano en Cuba o las que esgrimen los etarras para matar por la espalda, cualquier estallido popular promovido o consentido desde el poder en torno a unos símbolos identitarios ha tenido como finalidad utilizar esa bandera a guisa de escudo o de lanza. Y lo sucedido el martes en Cataluña no constituye una excepción a la regla.
El nacionalismo catalán, extendido ya prácticamente a toda la casta dirigente de dicha comunidad, con la excepción de «Ciudadanos» y de un PP titubeante, ha encontrado en España el enemigo perfecto contra el cual lanzar el descontento popular. España deja así de ser la patria común de todos los españoles, tal como recoge la Constitución, para convertirse en un vampiro ávido de sangre catalana, a semejanza de la caricatura de hebreo que se exhibía en la cartelería nazi. Los catalanes desempeñan el papel de sufridos trabajadores explotados por una raza de españoles perezosa y vividora, mientras el Gobierno central, que hoy encabeza Mariano Rajoy, encarna la quintaesencia de ese espíritu holgazán consustancial a nuestra sangre. El espantajo.
Es menester felicitar a la maquinaria propagandística de la Generalitat por haber logrado hacer calar este mensaje, falso de toda falsedad, hasta capas muy profundas del tejido social catalán. No hay más que ver la riada de gente que inundó las calles de Barcelona con motivo de la Diada, reivindicando la independencia como si ésta fuese a resolver por arte de magia los acuciantes problemas de endeudamiento, déficit y paro que sufre la comunidad autónoma, o como si estos problemas se debieran a otra causa que la pésima gestión perpetrada por el tripartito que integraron socialistas, comunistas y republicanos, no corregida, en términos de despilfarro en políticas de «construcción nacional», por el actual ejecutivo de Artur Mas. Es preferible culpar de ellos a «Madrid», otorgando a la capital una connotación peyorativa muy del gusto del PNV, mientras se pone a la vez la mano para que Madrid, en este caso el Ministerio de Hacienda, abra la caja del fondo de rescate con el fin de que entre todos aflojemos los 5.023 millones de euros que necesita Cataluña si quiere evitar la quiebra. Preferible y más rentable en términos electorales, aunque un ejercicio palmario de demagogia barata. ¿A quién le importa? ¿Alguien recuerda los tiempos en que la política era un oficio honorable?
Chantajear a 47 millones de españoles con una amenaza de secesión si no se obtienen los privilegios que se reclaman en materia de financiación es lisa y llanamente intolerable. No constituye un modo lícito de negociar y no es propio del señorío que se presupone al catalán. Incluso si se tratara de una reivindicación justa, habría quedado descalificada por este alarde de fuerza y porque se ha notado demasiado que no estamos ante un sentimiento sino ante la vil «peseta». O sea, que el nacionalismo es de cartera.
Isabel San Sebastián, ABC, 13/9/12