Se ha escrito mucho sobre uno de los males que aquejan a nuestras democracias relacionado con su impotencia para solucionar los principales problemas de los ciudadanos y la incapacidad de los gobiernos que salen de las urnas para poner en marcha sus políticas sin dejarse arrollar por la globalización política y económica que podrá ser beneficiosa, pero que tiene un importante déficit democrático.
En este contexto, es milagroso que los discursos anclados en el autogobierno a nivel autonómico resulten creíbles para una mayoría amplia de la sociedad. La pandemia ha acelerado esta sensación de impotencia de los gobiernos autonómicos para cuidar a sus ciudadanos y simultáneamente no ha crecido el número de ciudadanos que quieren más herramientas para aumentar la potencia de sus instituciones autonómicas.
En los últimos días hemos visto cómo desde el propio Gobierno vasco se ayuda a construir la imagen de esa impotencia en la que se responsabiliza a jueces, Gobierno central y al propio (mal) comportamiento de los ciudadanos del descontrol de la última ola covid. Esta sensación de impotencia también explica la gran abstención de las elecciones de 2020 y que cada vez menos ciudadanos consideren más importantes las elecciones vascas que las elecciones estatales.
Ante una sociedad que ha dejado de celebrar los traspasos de competencias, el PNV ha decidido meterse dentro de los cubos de colores de los Objetivos de Desarrollo Sostenible en su VIII Asamblea General. Es una forma de reconocer que los principales problemas o retos a largo plazo están más cerca de la reciente Cumbre de Glasgow que de una ponencia de autogobierno. Lo mismo ha hecho EH Bildu a la hora de gestionar su influencia política para mejorar la vida de las personas en su negociación presupuestaria con Madrid. Ese nacionalismo de colores es el que está sentado ahora en la mesa de los Presupuestos vascos para seguir avanzando en los objetivos sociales de la reconstrucción después de la pandemia.
Alinearse con los objetivos de desarrollo sostenible es una forma de reconocer no solo la interdependencia con otras instituciones políticas y económicas en clave supranacional sino con el resto de los actores, empresas, sindicatos y demás representantes de la sociedad civil cuya cooperación se necesita para construir un futuro en el que el cuidado del planeta y sus habitantes se sitúe en el centro de la agenda. El nacionalismo de colores puede tener recorrido si consigue reciclar su discurso de enfrentamiento con el Estado. Además, su competencia virtuosa puede ser beneficiosa para toda la sociedad.