ABC 09/10/15
JOSÉ MARÍA CARRASCAL
· Europa vuelve a sentirse tentada por los nacionalismos, como si hubiera perdido la razón y la memoria
RECUERDO que cuando, en 1957, llegué a Alemania, una de las cosas que más me sorprendieron fue que «nacionalismo» fuese una palabra infame, nefanda, obscena, excluida del lenguaje corriente. Luego me di cuenta de que era una de las facetas del Entnazi
fizierung, de la desnazificación en marcha para borrar todo rastro de un régimen que les había llevado a la ruina, al crimen y a la ignominia. Fui también testigo del hermanamiento con Francia, a hombros de De Gaulle y Adenauer, tan patriotas como europeos como hombres de Estado, decididos a poner fin a las guerras entre sus dos países y a colocar los cimientos de una Europa unida. El miércoles, en Bruselas, los sucesores de aquellos dos gigantes repitieron el juramento. «El nacionalismo es la guerra», dijo François Hollande, un socialista. «No necesitamos menos Europa, sino más. De lo contrario, veremos su final», remachó Angela Merkel, una conservadora. Y es que Europa vuelve a sentirse tentada por los nacionalismos, como si hubiera perdido la razón y la memoria.
Que el nacionalismo es la guerra no hace falta demostrarlo. Basta ojear cualquier libro de historia contemporánea. Lo que empieza por amor a la tierra en que nacimos se transforma en animadversión al vecino, que incluye una buena dosis de desprecio. De ahí a considerarlo inferior y querer someterlo hay sólo un paso. Pero el nacionalismo no es sólo eso. Es también una extraña mezcla de complejo de inferioridad y de superioridad: el individuo, en su pequeñez, soledad e insignificancia, se expande en los mitos del Volksgeist, del espíritu de su pueblo, convirtiéndose en personaje de epopeya. De ahí su enorme atractivo sobre el ciudadano común. El patriotismo deviene en religión, a la que hay que sacrificar todo, la vida incluida, no habiendo límites morales ni legales para él. Así ha llevado al desastre y la ignominia a muchas naciones y pueblos en los últimos siglos.
Creíamos que la Segunda Guerra Mundial, europea en sus comienzos como la Primera, iba a ser la última de las guerras nacionales. Comprobamos que, por desgracia, no era así: en los Balcanes quedaban varios pleitos pendientes. Y, mucho más grave, que en los grandes países europeos, Francia, Italia, Inglaterra, incluso en la propia Alemania, el proyecto nacionalista vuelve a encandilar los espíritus, justo cuando una Unión Europea ha traído el más largo periodo de paz y prosperidad a sus miembros, hasta el punto de convertir Europa en una tierra prometida para gentes de África, de Asia, incluso de América, que venía siendo tierra de promisión de los europeos que huían de la miseria y de la guerra. Se trata de brotes que la crisis económica y las oleadas de refugiados no han hecho más que activar, tanto en la izquierda como en la derecha. El peligro es tan grave que los dirigentes de las dos grandes naciones que encabezan el proyecto se han visto obligados a advertir de los riesgos y peligros a que conduce.
En cuanto a España, ¿qué voy a decirles que ustedes no sepan?