La definición de la Unión como «de Estados y ciudadanos», con la desaparición del término «pueblos», la consagración de la integridad territorial de los Estados-Miembros y la proclamación de valores universales…, dejan fuera de juego a los proyectos basados en identidades étnico-lingüísticas que pugnan por balcanizar nuestro continente.
Lejos quedan los tiempos en los que los nacionalistas profesaban un encendido europeísmo y hacían campear orgullosamente en sus sedes la bandera azul de las doce estrellas junto a la senyera y la ikurriña. Su entusiasmo por el proceso de integración europea se apoyaba en un planteamiento tan simplista como erróneo: La Unión, en la medida que asume total o parcialmente competencias de los estados miembros, política agrícola, pesca, política monetaria, protección del medio ambiente, salud pública, comercio exterior y una larga lista de asuntos relevantes, debilita su soberanía y los hace más vulnerables a las presiones secesionistas procedentes de las llamadas «naciones sin Estado». En su delirante diseño final, nuestros separatistas soñaban con la Europa de los Pueblos, formada por centenares de pequeñas entidades políticas cultural y lingüísticamente homogéneas surgidas de un remoto pasado arcádico y liberadas por fin de la opresión de los grandes Estados-Nación. Desaparecidas Francia, España, Italia, Bélgica, el Reino Unido y demás cárceles de naciones, Cataluña, Euskadi, Galicia, Padania, Córcega, Bretaña, Occitania, Escocia, Gales, Frisia, Baviera, Flandes, Laponia y otras muchas fantasías emergerían en toda su autenticidad creando un galimatías inmanejable en el que los europeos serían felices al haber recuperado sus identidades tribales ahogadas por la Ilustración y la racionalidad.
La nueva Constitución Europea les ha despertado brusca y dolorosamente de su embriaguez onírica devolviéndolos a la inexorable realidad de la Historia. La definición de la Unión como «de Estados y ciudadanos», con la desaparición de la parte normativa del término «pueblos», la consagración de la integridad territorial de los Estados-Miembros y la proclamación de valores universales como la libertad, la igualdad, la solidaridad y el respeto a los derechos humanos como fundamento ético de Europa, dejan fuera de juego a los proyectos basados en identidades étnico-lingüísticas que pugnan por balcanizar nuestro continente. Por eso ahora los partidos nacionalistas han mostrado su verdadera faz antieuropea y promueven el no o la abstención de cara al próximo referendo sobre el nuevo Tratado. Hay muchas formas de hacer el ridículo, pero supeditar el futuro de Europa a pequeños narcisismos provincianos, mostrando así una decepcionante falta de percepción de la trascendencia de este gran avance histórico es, sin duda, un ejemplo extremo de estrechez de miras. En Convergencia Democrática de Cataluña, dirigentes sensatos como Gasóliba, Guardans, Cullell o Fernández Teixidó, se han quedado solos en su defensa de la Constitución Europea, desbordados por una marea de fanatismo de campanario. Pero esta ofensiva nacionalista tiene su lógica porque ¿cómo van a aceptar una Constitución democrática y liberal europea los que ni siquiera toleran la que tienen en casa?
Aleix Vidal-Quadras, LA RAZÓN, 17/9/2004