Juan Carlos Viloria-El Correo
Los alemanes desencadenaron la Segunda Guerra Mundial por su afán reunificador de todas las minorías germanas desperdigadas por Europa. Cuarenta años después invirtieron miles de millones de marcos a fondo perdido en la reunificación del Este y el Oeste. Ahora son un Estado y una nación de 82 millones de habitantes y nadie puede discutir que son la principal fuerza motriz europea. Los más fuertes social, económica y políticamente. Son Estado y son una nación. Lo de los 16 estados-landër es una peculiaridad puramente administrativa. Lo de las lenguas minoritarias que se manejan en el territorio (danés, sorabo, romaní, frisón), un asunto que no genera la mínima fricción política ni cultural.
Los alemanes tiene claras las prioridades de la nación alemana: ser fuertes en un mundo competitivo. Unidad y cohesión frente al mundo. Pero su política exterior, calculadamente, tiende a debilitar todo lo posible a sus competidores y favorecer la disgregación de otros estados competidores. El papel de los servicios diplomáticos, de inteligencia y de Defensa de Alemania en la crisis y desintegración de la antigua Yugoslavia fue capital en favor de la aparición de una constelación de nuevos estados que, al fin y a la postre, se han convertido en clientes y tributarios de la gran potencia germánica. Igual que en la separación de Chequia y Eslovaquia. En la crisis de Ucrania, Crimea y Rusia siempre han tenido clara la estrategia para debilitar a la potencia competidora del Este.
Otros estados como España frivolizan con la unidad y la cohesión. La izquierda y el nuevo PSOE tienden a identificar esos valores políticos con la derecha y/o la extrema derecha. Poniendo por encima de los intereses comunes del Estado los periféricos, por insignificantes que sean. Las ocho o nueve naciones que Miquel Iceta, el líder del socialismo catalán, reconoce con derecho a reclamar su propia autarquía en España son de una ligereza y liviandad política impropia de quien ostenta una representación tan significativa e influyente. La tensión identitaria jaleada por los independentistas y secesionistas les conviene a sus intereses de debilitamiento del espacio común, pero no encaja con un partido como el PSOE que alardea de ser una fuerza nacional. Incluso nacionalista. Nacionalista español, claro, como escribió la prensa de calidad estadounidense cuando Felipe González ganó las elecciones de 1982.
Ahora el ciclo parece propicio para la vuelta a lo tribal. A dejar atrás la modernización política que supuso el Estado-nación y los valores de la Revolución francesa, especialmente la igualdad. Lo tribal es un placebo para ciclos de crisis y una bendición para minorías que quieren eludir la competencia de una economía global. Pero es un torpedo en la línea de flotación de los intereses de un Estado que puede perder influencia y respeto en el concierto internacional. Ese es el patrimonio que se ha puesto en la mesa de negociación del futuro Gobierno y sus eventuales socios. El vaciamiento de la nación. O sea, la España vacía.