CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDO-EL MUNDO

El pasado miércoles Albert Rivera fue entrevistado en el programa Más de uno, de Onda Cero. Las redes y los periódicos replicaron sus declaraciones sobre la exhumación de Franco–qué feas las formas de Sánchez y qué bonito Arlington–, y así muy pocos repararon en lo que el presidente de Ciudadanos dijo sobre la retirada de lazos amarillos de las calles y plazas de Cataluña. Fue en respuesta a una pregunta y dos repreguntas del periodista Arcadi Espada, que, como se ha visto, ha decidido pasar de las palabras a los hechos. Este es un resumen de su intercambio:

–Quiero preguntarle si ha retirado lazos. Y, en caso afirmativo, si piensa seguir haciéndolo o, en caso negativo, si piensa empezar a hacerlo.

–No, hasta la fecha no he retirado ningún lazo. Los están retirando, efectivamente, algunos compañeros de Cs, que se han hartado, y algunos ciudadanos de a pie. Pero no deberían ser ellos los que lo hagan, sino el Estado. […] Yo lo único que pido es amparo a España […].

–Pero, señor Rivera: ¿Va usted a retirar lazos?

–Espero que no haga falta y que lo haga el Estado. No tendría mucho sentido que tuviéramos que hacerlo nosotros. Por tanto, para no entrar en esa lógica de Orwell, surrealista, yo reivindico que el Estado haga su papel […].

–Es que, señor Rivera, su partido ha llamado a los ciudadanos a retirar esos lazos. A mí personalmente me parece muy bien que lo haya hecho. También se lo parece a la fiscal general del Estado. De ahí mi insistencia. Si un partido liderado por alguien llama a retirar lazos, ¿por qué su líder no retira lazos?

–Le he dicho que hasta ahora no he retirado ninguno. Yo me dedico a otras cosas, no sólo a retirar lazos. Y espero que el Estado lo haga, porque, además, claro […]

Rivera siguió hablando, de Cataluña, de Baleares, del Estado, de las instituciones. Y a mí se me enfriaron el café y el cuerpo. Esta frase: «Yo me dedico a otras cosas…». Sentí el viejo desamparo de los momentos más flácidos de Rajoy, diez veces acentuado por las circunstancias.

Estamos incluso peor que hace un año, víspera de los plenos golpistas del 6 y el 7 de septiembre. En Cataluña manda una facción puramente fascista en sus fines y medios: agenda supremacista, eliminación de la disidencia, obscena politización de la policía. En el conjunto de España hace, y sobre todo deshace, un narciso carente de cualquier escrúpulo histórico o democrático. Y la Oposición, que es la misma en un sitio y otro, parece tener miedo. Sí, miedo.

Luna de oro, grande bellezza romana, la conversación va y viene sobre la degeneración de la política en Italia y España. Un amigo, estival y neoyorquino, pregunta: «Pero, a ver: más que quitar little yellow ribbons, ¿no deberían los partidos de la Oposición y las plataformas cívicas centrarse en el fondo del asunto, en lo realmente importante?». A ver si lo explico: los lazos son el fondo. Y ya ni siquiera por lo que dicen –«la España constitucional es en realidad una dictadura judicial»–, sino por lo que hacen: convertir el espacio público catalán en el coto privado del nacionalismo.

Es decir, liquidar la democracia, que es la voluntad y la decisión de vivir juntos los distintos. Cierto, el nacionalismo nunca ha sido especialmente respetuoso de la pluralidad ideológica. Understatement. Pero lo que estamos viendo, y los demócratas en Cataluña padeciendo, inaugura una fase sórdida, por sucia y por peligrosa.

El tuit del alcalde de L’Ametlla de Mar sobre Espada y sus amigos –«enganchados y denunciados siete bichos»– no es un arrebato ni una anécdota. Es la expresión de una categoría con probada capacidad de devastación. Recuerdo ahora lo que me dijo hace poco otro neoyorquino, Jonathan Haidt, autor de The Righteous Mind: Why Good People are Divided by Politics and Religion, de próxima publicación en español: en política, el asco es mucho peor que el cabreo. El cabreo tiene remedio y hasta vuelta atrás. El asco no admite negociación. Cuando una autoridad pública califica a un grupo de ciudadanos como bichos, la democracia amenaza ruina. Porque el calificativo lo justifica todo. Primero, la retención ilegal. Luego, la revelación de datos policiales. Después, la mentira y su viralización. En el núcleo, la violación de derechos fundamentales. Y, en el horizonte, la violencia. Siempre, ineludible, la violencia. Porque a un insecto, ¿qué se le hace? Aplastarlo. Salvo que se defienda.

Frente a la aniquilación de la democracia no cabe el miedo. Tampoco el miedo responsable. «Tenemos la obligación de rebajar la tensión, de evitar una confrontación civil». Cuántas veces he oído esta frase en boca de dirigentes del Partido Popular, de Ciudadanos o incluso de Sociedad Civil Catalana. Este ejercicio de autocontención, en apariencia inteligente y civilizado, obvia un hecho desagradable pero elemental: el conflicto civil es preferible a la dictadura. Sin ir más lejos en el tiempo –Alemania– o en el espacio –Venezuela–, preguntémonos qué hubiera pasado hace un año sin las porras de la policía, el discurso del Rey y la movilización del 8 de octubre. Es decir, sin la asunción del conflicto como alternativa inevitable a la derrota de la democracia por incomparecencia.

Ciudadanos anunció ayer una concentración en el lugar donde el sábado una mujer sufrió una doble paliza xenófoba. El PP catalán va a abrir una oficina de asesoramiento para personas agredidas por quitar lazos. Siempre correctos y, sin embargo, nunca proactivos. Rivera, Arrimadas, Casado, Albiol: no tienen nada más importante ni más urgente que hacer que liderar, en persona, sobre el terreno, los pies en la calle, las manos llenas, la cara descubierta, la retirada de lazos amarillos de la faz pública de Cataluña. Incluso deberían hacerlo juntos.

Para irritación de los nacionalistas, para amparo de los demócratas y también, qué remedio, para oprobio definitivo del PSOE y el PSC. Éste es el gorgorito de Miquel Iceta en respuesta a la escalada de violencia contra los constitucionalistas: «Condenamos toda agresión, toda intimidación, toda violencia, toda muestra de intolerancia, sea quien sea la víctima, sea quien sea el causante, sea cual sea el pretexto».

Y todavía queda gente que lo llama equidistante. Es el gran burro de Troya de la democracia. El que, con su cinismo revestido de algodón, está permitiendo que la patología que exhiben muchos catalanes se traslade del hígado a la cabeza. Lean, relean y difundan masivamente el comentario del escritor Quim Monzó sobre la mujer golpeada en la Ciudadela: «Justo el tabique nasal, vaya por Dios. Pero hay remedio: se puede sustituir por otro de platino, como hizo Frank Sinatra».

Ese glorioso sentido del humor, esa delicadísima alusión a la cocaína, tan sutil como la que Monedero escupió sobre Rivera. Este es el mainstream nacionalista, su catadura intelectual y moral. Combatirlo ya no es una opción política sino un mandato democrático.