Alvaro Nieto-Vozpópuli
Hay varios ministros incómodos con la deriva de los acontecimientos, pero los precedentes recientes no auguran que pueda haber una rebelión en el barco de Sánchez
«Se habían adoptado demasiadas decisiones que no se correspondían con lo que yo consideraba ortodoxia económica, medidas que me habían situado más de una vez al borde de la dimisión, y si no la había materializado era por mi valoración entonces de que mi salida del Gobierno provocaría más problemas de los que podría resolver». El día que leamos las memorias de Nadia Calviño, vicepresidenta tercera y ministra de Economía en el Ejecutivo de Pedro Sánchez, seguramente encontraremos un párrafo muy parecido a este refiriéndose a la primavera de 2020. El párrafo no es inventado, forma parte de Recuerdos (Deusto, 2013), el volumen en el que Pedro Solbes, vicepresidente económico con José Luis Rodríguez Zapatero, narra sus años en política.
A Calviño se le está poniendo estos días cara de Solbes. Sabemos que está incómoda en el Gobierno, pero ni se le ocurre abandonar en este momento. Como ella hasta junio de 2018, el político alicantino vivía en 2004 confortablemente en Bruselas, donde era comisario de Asuntos Económicos. De repente, Zapatero ganó las elecciones tras el 11-M y le llamó en un intento de tranquilizar a los mercados. Primero rechazó la oferta, pero acabó transigiendo tras las llamadas de Felipe González y Alfredo Pérez Rubalcaba.
Solbes, que siempre se ha considerado «más liberal que Rodrigo Rato», lo primero que hizo fue proponer a Zapatero un plan de reformas estructurales muy en línea con Bruselas. Sin embargo, pronto vio que su papel en el Gobierno era decorativo y que los verdaderos hacedores de la política económica eran otros. A finales de 2006, Solbes ya tenía decidido que su presencia en el Ejecutivo terminaría con el fin de la legislatura (2008), y así se lo comunicó a Zapatero en enero de 2007.
Sin embargo, ese verano empezaron a quebrar entidades financieras en Estados Unidos y la gran crisis económica comenzaba a vislumbrarse. El presidente convenció a Solbes de que no era el momento de irse y le pidió que continuara tras las elecciones de 2008. «Zapatero me necesitaba para reforzar su candidatura […] Me costó mucho tomar una decisión que iba totalmente contra todo lo que había pensado hasta ese momento. Y tuve muchas dudas sobre si no estaba cometiendo un grave error. Y sin duda, fue un grave error«, escribe Solbes en su memorias al recordar ese momento.
Sánchez tendió una trampa a Calviño en la pasada campaña electoral… y muy pronto se pudo dar cuenta del engaño
Años después, se repite la historia con otro gobierno socialista. Sánchez reclutó a Calviño en Bruselas, donde era directora general de Presupuestos de la Comisión Europea. Su incorporación sirvió para lo mismo que la de Solbes: calmar a los mercados. De puertas adentro, ha pasado igual: ella no dirige la política económica. Cuando se acercaron las elecciones de noviembre de 2019, Calviño no tenía excesivas ganas de seguir en el Gobierno, pero Sánchez le tendió una trampa: en un debate en televisión, y sin haberlo hablado antes con ella, anunció de repente que sería su nueva vicepresidenta si ganaba los comicios. Aquello fue un extraordinario golpe de efecto de la factoría de Iván Redondo ya que el presidente mataba dos pájaros de un tiro en plena campaña: Calviño ya no podría rechazar quedarse en el Gobierno, pues su poder se iba a incrementar notablemente, y se enviaba un guiño al electorado más moderado.
Pero la ministra comprobó muy pronto que todo había sido un engaño, ya que su ascenso a la vicepresidencia económica no fue como ella lo había imaginado: acabó tercera de cuatro vicepresidentes y, lo que es más importante, detrás del que más manda después de Sánchez y Redondo, Pablo Iglesias.
Así que ahora no es de extrañar que se encuentre incómoda, formando parte de un Gobierno que toma decisiones económicas sin consultarle y a las puertas de una de las mayores crisis de la historia. La última humillación que ha tenido que soportar es que sea la ministra Teresa Ribera, experta en cambio climático, la que lidere el «grupo de desconfinamiento progresivo», ese comité creado para diseñar cómo poner en marcha de nuevo la economía española y en el que habían puesto inicialmente a Redondo, pero al que tuvieron que relegar el martes pasado por las airadas quejas de algunos miembros del Gabinete.
Calviño se encuentra pues ante la misma tesitura que tenía Solbes a finales de 2007. ¿Qué hacer entonces? «Mi salida del Gobierno provocaría más problemas de los que podría resolver». Esa frase es de Solbes, pero bien podría suscribirla estos días Calviño. Ella siempre puede volver a su puesto como funcionaria de la UE, donde ganaba mucho más dinero que ahora, pero también sabe que es el último dique de contención de las políticas populistas que quiere aplicar Iglesias con el beneplácito de Sánchez. Por tanto, y como le ocurrió a Solbes, seguramente Calviño haya llegado a la conclusión de que es más útil a España dentro que fuera del Gobierno, pero, como escribió el alicantino en su día, pronto descubrirá que todo ha sido un «grave error». El presidente seguirá haciendo lo que le plazca, y ella no será más que una pieza secundaria para calmar al mundo del dinero. Una coartada ortodoxa para distraer al personal mientras se lleva a cabo la verdadera agenda económica.
Los otros Calviño
En parecida situación se encuentran estos días ministros como Arancha González o José Luis Escrivá, profesionales de larga trayectoria en el área económica y escandalizados ya por algunos de los pasos del Gobierno. Baste como ejemplo lo ocurrido la semana pasada con el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), donde se introdujo una polémica pregunta en la que se sugería a los ciudadanos si convendría limitar «la libertad total para la difusión de noticias» con el fin de evitar la propagación de bulos.
Que nadie se equivoque: cuando Iglesias habla de «ultraderecha» en realidad se refiere a todo aquel que no piense como él
Semejante cuestión, que hubiera supuesto en cualquier país serio la destitución inmediata del presidente del CIS, lo que provocó al día siguiente fue una declaración de Iglesias en la que, en vez de rechazar lo sucedido, se atrevió a ir un paso más allá: «La ultraderecha mediática y política no debe formar parte del futuro de nuestra sociedad». Puede que a muchos esta frase no les inquiete, pero conviene tener presente que cuando Iglesias habla de «ultraderecha» en realidad se refiere a todo aquel que no piensa exactamente como él.
Primero la encuesta del CIS, y a la mañana siguiente las palabras del vicepresidente del Gobierno. Media España alarmada y, sin embargo, nadie salió a desautorizar ni a Iglesias ni al CIS… hasta que cuatro días después la ministra de Defensa, Margarita Robles, aprovechó otro incidente desafortunado de un miembro de la Guardia Civil para hacer una defensa cerrada de la libertad de expresión. Fue su particular manera de subrayar que ella también está en el grupo de los ministros incómodos.
¿Hacia dónde vamos? Nadie lo sabe, ni siquiera Sánchez, que el sábado fue incapaz de detallar un mínimo calendario de salida del estado de alarma a pesar de que el resto de grandes países europeos ya han comunicado sus planes a la población.
A estas alturas, muchos confían en un pacto Sánchez-Casado que evite el desastre, pero eso es poco menos que ciencia ficción. Los dos se detestan y casi ni se hablan. Otros tienen la esperanza de que cinco ministros, Calviño incluida, rompan la baraja y abandonen el Gobierno. Tampoco es probable: como sugiere Solbes en sus memorias, en estas circunstancias el cargo y el chófer suelen tirar más fuerte que los principios, por mucho que uno se sienta el tonto útil del Gobierno.