- Las democracias liberales confían en que se cumplirán las reglas, no están preparadas para gobernantes que desvirtúan el sistema desde dentro
En la vida familiar, las empresas, la administración… todo funciona porque existe un acuerdo tácito sobre que se respetarán las reglas. De vez en cuando surge algún granuja, como es propio de la falible condición humana. Pero ciertas barbaridades quedan más allá de una imaginación convencional, por eso ni siquiera se toman medidas preventivas para evitarlas.
Por ejemplo, nadie había pensado en la necesidad de proteger las entradas de los paseos peatonales europeos con parapetos contra los vehículos, porque hasta que llegó la locura del terror yihadista nadie habría imaginado que a un cabrón asesino se le pudiese ocurrir colarse con un coche a alta velocidad para atropellar y matar al mayor número de inocentes.
Otro buen ejemplo es el caso de Bernie Madoff, el mayor timador de la historia. Durante 40 años engañó a todo el mundo todo el tiempo, levantando una gigantesca pirámide de Ponzi, una colosal estafa de 50.000 millones de dólares. Bernie, con sus modales corteses, sus sienes plateadas y su aspecto de aplomado patricio de las finanzas, engatusó a ilustres herederos, a grandes multinacionales, a poderosos fondos de inversión, a bancos internacionales… Año tras año y sin ser desenmascarado.
Las sospechas comenzaron en el año 2000, con las primeras denuncias ante la SEC, la Comisión de Bolsa y Valores de Estados Unidos. Pero las desestimó. Y las rechazó de nuevo cuando arreciaron en 2005, 2007 y 2008. Solo en el tardío diciembre de 2008, el FBI detuvo por fin al escurridizo Madoff. Al año siguiente le cayeron 150 años de cárcel, y en ella murió.
La estafa de Madoff era clarísima. Estaba expuesta a plena luz del día. Bastaba con alumbrar un poquito su caso aplicando la linterna de la lógica: imposible que alguien lograse una perenne estabilidad en los beneficios como la que él ofrecía. Simplemente los mercados no funcionan así. Pero nadie quiso asumir una pirámide de Ponzi tan descarada. Wall Street no estaba preparado para un estafador de la caradura granítica y la inmensa osadía de Madoff. Por eso pudo abusar tanto tiempo del sistema.
Otro ejemplo fascinante: Kim Philby, espía británico al servicio de su Majestad la Reina… y el mayor traidor de la Guerra Fría. Filtró secretos de Occidente a los soviéticos desde la Guerra Civil española hasta 1963, cuando por fin fue desenmascarado por completo y se fugó a Rusia. En 1951, tras la deserción a Moscú de dos de sus íntimos amigos, resultaba patente que Philby también estaba pringado en la telaraña de la URSS. Pero aunque fue apartado, no se actuó contra él. Incluso continuó colaborando con el MI6 hasta el comienzo de los años sesenta.
¿Cómo pudo sobrevivir aquel topo incrustado tantísimo tiempo en el corazón del espionaje inglés? Pues porque gozaba de las mejores credenciales. Era un «dear old boy», uno de los nuestros. Venía de una familia con el correcto pedigrí, adornada incluso con ese puntito de sal excéntrica que tanto agrada a los ingleses. Había estudiado en la ilustre Westminster School de Londres, donde en su día se sentaron siete futuros primeros ministros y tres premios Nobel, y más tarde en el Trinity College de Cambridge. De propina, era un mago de la vida social, el más grato, cultivado e ingenioso de los dipsomaníacos. El encantador Kim, siempre la salsa de los clubes y las fiestas de la élite. El MI6 jamás se habría imaginado que la crema de Inglaterra iba a resultar el más fértil caldo de cultivo de traidores. Esa eventualidad no figuraba en sus planes, porque imperaba un principio de confianza.
Mi último ejemplo se apellida Sánchez. La democracia española no está diseñada para hacer frente un presidente dispuesto a reventar desde dentro el orden constitucional minándolo mediante sus propios instrumentos. La historia, de Julio César a Putin, pasando por Erdogan o Chávez, nos enseña que en muchas ocasiones los autócratas inician su carrera con un aparente respeto a las antiguas reglas del juego. Hasta que aceleran, pero manteniendo al principio una fingida observancia de unas convenciones políticas que en realidad están destruyendo. La democracia española no contaba con un personaje de la doblez de Sánchez. De ahí la aparente inmovilidad del Rey y que resulten tan injustos ciertos reproches que a veces se le hacen. El problema estriba en que Sánchez camufla con un disfraz de legalidad su destrucción de las buenas prácticas que permiten respirar a una democracia.
A largo plazo, su pirámide de Ponzi política también se desmoronará, por supuesto. Pero como advirtió en su día el sagaz Keynes, «a largo plazo todos estaremos muertos».