Kepa Aulestia, EL CORREO, 21/1/12
La debacle socialista es la vacuna con la que el PP cuenta para prevenir el desgaste que acompaña al ejercicio del poder
La fascinación que el ‘príncipe’ suscita entre sus súbditos se corresponde a la necesidad que éstos tienen de sentirse protegidos y guiados con destreza. El poder guarda celosamente sus secretos porque depende del enigmático halo que le rodea. Quien lo ostenta presume de ser omnisciente, decidido y a la vez prudente, y así es como lo quieren ver los cortesanos y la mayoría de la ciudadanía. La victoria del PP el 20-N fue tan arrolladora que hasta sus ministros parecieron ungidos de una sabiduría especial. Las frases siempre ambiguas de Rajoy se interpretaban tras el éxito como si fueran mensajes en clave que los demás éramos incapaces de descifrar. Los mandatarios europeos de segundo nivel que le visitaron en los días previos a trasladarse a la Moncloa dijeron haber sido informados de sus planes. La rotundidad de las primeras medidas daba a entender que los tenía.
Pero veinte días después, a poco más de una semana de la primera cumbre europea de su mandato y a un mes del congreso triunfal, cabe sospechar que las ideas no están tan claras entre los populares. Basta con fijarse en las declaraciones de esta última semana, con sus vaguedades y correcciones, para concluir que no tienen claro hacia dónde quieren ir, y que cuando lo tienen no saben cómo lograrlo. Aunque la teatralización de la política está precisamente para disimularlo. El problema no está en el recurrente tema del incumplimiento de determinadas promesas electorales. Porque donde la fascinación inicial veía una estrategia preclara de un Rajoy todopoderoso ahora solo afloran algunas indicaciones y unos cuantos trucos. Entre ellos ese de que todo se sabrá en un par de semanas. La gran ventaja con la que los populares cuentan es que podrán gobernar con cierta soltura y tranquilidad gracias al aturdimiento general.
Pero las carencias del PP de Rajoy no son exclusivas, se trata de un mal común a la política en tiempo de crisis. Un mal que la ciudadanía ya castigó en la persona de Rodríguez Zapatero, sometiendo a los socialistas a una derrota histórica. Su debacle constituye precisamente el mejor seguro, la vacuna más eficaz con la que cuentan los populares para prevenir el inevitable desgaste que acompaña al ejercicio del poder. La credibilidad de los dirigentes políticos a la hora de atajar los problemas de la crisis dura muy poco, aunque todos ellos tiendan a disfrazarse de tecnócratas. Cuando Christine Lagarde asoma desde la atalaya del FMI para advertirnos de que esto no crece, parece esforzarse en olvidar que antes estaba al frente de la economía francesa. Cuando Nicolas Sarkozy insiste en fotografiarse con Angela Merkel es, también, porque necesita que sus conciudadanos fijen la mirada en la cumbre para obviar las debilidades galas. Y cuando la canciller alemana pisa firme sobre la Unión intenta escabullirse de la controversia que acompaña a su gestión en Alemania.
Qué decir de la imagen que transmiten los jóvenes portavoces de la UE cuando comparecen en la sala de prensa de Bruselas como voces autorizadas sin autoridad personal. Aquí podríamos comenzar a mentar a los nuevos ministros. Frente a la obnubilación de creer que el poder lo sabe todo se abre paso el escepticismo extremo de pensar que aquí nadie sabe nada. Y que por eso los estrategas se entretienen divagando sobre si a Rajoy le interesa aparecer a menudo junto a Merkel y Sarkozy o es preferible que guarde distancias respecto a su entente.
El congreso triunfal de Sevilla, que se celebrará tres meses después de los comicios del 20-N, pasará probablemente de puntillas ante la acumulación de las dudas que han ido surgiendo con la todavía incipiente acción de gobierno. El contenido de las ponencias que se debatirán en él no representa ningún avance respecto a las propuestas programáticas con las que el PP concurrió a las elecciones generales, y a nadie sorprendería que el desarrollo del cónclave tampoco aporte novedad alguna. Mientras tanto parece asentarse la inclinación a legislar o establecer reglas de distinto rango para que todo pueda ser posible, algo a lo que se denomina con excesiva alegría «reformas estructurales» y que constituye más un recurso instintivo que una estrategia. Se pretende que sea posible privatizar la gestión de todo cuanto es de titularidad pública; que sea posible socorrer a las autonomías sin intervenirlas o interviniéndolas, según se vea; que sea posible atajar el desequilibrio presupuestario con amables admoniciones o con sanciones penales, igual da; que sea posible incentivar fiscalmente la creación de empleo al tiempo que se incrementa la presión fiscal.
Se trata de una concepción ecléctica del ejercicio del poder, que convierte las incertidumbres en su principal argumento. Hoy se supone que no se creará un ‘banco malo’, pero nadie está en condiciones de asegurarlo. Se dice que no se abaratará el despido, pero a saber cómo termina el enredo laboral.
Por de pronto no se está procediendo al recuento de los daños que van causando la crisis y los ineludibles recortes. Y si tres meses de experiencia en el Gobierno no permiten que un partido se convierta en algo más que en un canal de transmisión de consignas, y se vuelva capaz de pensar colectivamente sus políticas y adueñarse de ellas, cuatro años en el poder dejarán al PP más o menos como es si ni siquiera procede al balance de los destrozos por inevitables que sean.
Kepa Aulestia, EL CORREO, 21/1/12