Gabriel Albiac-El Debate
  • «Derecha», «izquierda», «progresistas», «reaccionarios». Palabras en las que nada significa nada. Nada, salvo obediencia. Nada, salvo embrutecimiento

El fiscal general de Pedro Sánchez intimida a delinquir a sus subordinadas, porque, de no hacerlo, «perderemos la batalla del relato». Los funcionariales sindicatos que prolongaron en España el funcionarial Sindicato Vertical, del cual heredaron patrimonio, privilegios y maneras, convocan a manifestarse para que el «relato de la derecha» no prevalezca sobre sus intereses… Todo, en esa batalla sin honor ni reglas que es la política española, se empecina en jugarse su navajeo de intereses sórdidos en un campo de batalla único: la narración, que suple con ventaja a toda realidad.

No es nuevo. Abolido el estudio del griego clásico, no demasiados van a recordar cómo se decía «relato» en la lengua cuya potencia para producir verdad Platón aquilató: mythos. «Relato» y «mito» son lo mismo. No hay narrador que no sepa su oficio entramado en ese cruce delicado que compone el tejido shakespeariano de los sueños. Y que puede hacer nacer poesía. Y que puede imponer horror.

El relato —el mito— no da la realidad. Proyecta el deseo, artesanalmente revestido, que late en la imaginación y los recuerdos de aquel que relata y, al relatar, mitologiza. No es algo nuevo de ahora, no: a su variedad bestial se ha llamado política siempre. Esto de ahora es tan sólo su momento hiperbólico —¿o hiperbulímico?—. Puede que, sin más, porque los medios técnicos de los que el Estado dispone para imponer la narración de sus deseos como postulación de realidades han tomado hoy las dimensiones colosales con las que soñaron —y fracasaron— los monstruos totalitarios de entreguerras. Porque el totalitarismo —en Alemania como en Rusia— no era más que eso: la deglución de lo real por lo contado.

¿A qué desenlace está determinado un mundo que no sabe distinguir ya entre las palabras y las cosas? ¿Qué espera a los ciudadanos —o siervos— a los que una potestad despótica sobre las palabras impone la lógica intransgredible de un «relato» cuyas reglas de juego no admiten interrogantes?

No es nuevo. En el año 1660, un sabio desconcertante vive los últimos meses de su vida. Y acepta perder tres de sus preciosas jornadas terminales en aleccionar a su selecto círculo acerca de la función de la política. Las dos primeras lecciones despliegan la convención establecida: el poderoso debe buscar el bienestar de sus gobernados, satisfacer sus deseos y necesidades, imponer siempre una razonable benevolencia… Primorosamente expuesto, pero jerga conocida, al cabo. Llega la última sesión y todo parece deslizarse por la misma amable senda. Hasta el momento mismo de las palabras conclusivas. Y, con ellas, el derrumbe. ¿Habéis entendido todo esto que vengo contándoos desde hace tres días? «Pues no va a ninguna parte. Si os ajustáis a ello, no haréis más que caer en la perdición. Eso sí, caeréis en la perdición con elegancia. A diferencia de las necias gentes que se condenan por avaricia, brutalidad, disipación, violencia, arrebato, blasfemia… El modo que en mis lecciones os he abierto es, sin duda, más elegante». Pero, ¿vale de verdad la pena —concluye— una perdición menos inelegante?

Los políticos —nuestros políticos— no roban asaltando oficinas bancarias a punta de Beretta o de AK-47. Roban a punta de ingeniería financiera con sede en Panamá,

Dominicana o islas de nombre exótico. A nadie —o, al menos, a muy pocos en su sano juicio— se le ocurriría fiar su voto de confianza en un traficante de armas o en un capo del gran comercio de cocaína. Y, sin embargo, idéntico circuito siguen las finanzas de ambos al del inasible dinero negro que nutre los respetabilísimos partidos, a cuyos líderes dan voto y fe los ciudadanos en cíclicas elecciones que jamás cambian nada en su propia desdicha ni en la prosperidad de sus amos. Y siguen confortándose de sus miserias, envueltos en la tibieza de esos «relatos» —llamémosles por su nombre, de esos «mitos»— con los cuales, indistintamente, todos los poderosos los acunan: «derecha», «izquierda», «progresistas», «reaccionarios». Palabras en las que nada significa nada. Nada, salvo obediencia. Nada, salvo embrutecimiento.

Siempre fue así. Así sigue siendo. Blaise Pascal: «Corremos despreocupadamente hacia el precipicio, una vez que hemos puesto ante nosotros algo que nos impida verlo». Algo: narraciones, relatos, mitos.