Naturalizar el insulto

JUAN RAMÓN RALLO-EL CONFIDENCIAL

Una sociedad que recurre al insulto masivo y organizado contra los herejes intelectuales es una sociedad intoxicada por el dogmatismo que está condenada al estancamiento científico

¿Qué tienen en común Noam Chomsky, Francis Fukuyama, Jonathan Haidt, Garry Kasparov, Deirdre McCloskey, Steven Pinker, J.K. Rowling, Salman Rushdie o Michael Walzer? No, desde luego, el grueso de sus ideas políticas, sociales o económicas. Tampoco su formación o su profesión. Lo que sí comparten todos ellos es haber suscrito lo que ya podríamos denominar como la ‘Declaración de Harper’s’: una carta abierta a favor no ya de la libertad de expresión sino de ensanchar las actuales fronteras de lo socialmente tolerable dentro del uso de esa libertad de expresión.

La carta no es más que una oposición frontal al auge del movimiento Cancel Culture, el cual ha conseguido organizar eficazmente boicots cuasi-absolutos contra aquellas figuras públicas que durante los últimos años han rechazado seguir el estrecho canon de los guerreros de la justicia social. Cualquier gesto ‘políticamente incorrecto’ puede ser sancionado con la persecución contra aquellos que se salgan de una cosmovisión de izquierda radical cada vez más sectaria y excluyente. Porque sí, los promotores del movimiento Cancel Culture tienen razón en que el derecho a la libertad de expresión no incluye el privilegio a exigirles a los demás que no te critiquen o no te rechacen en función del contenido de lo que hayas expresado, pero la carta de ‘Harper’s’ apunta en una dirección distinta: no se trata de prohibir las críticas, los boicots o los insultos, sino de reclamar a aquellos que emplean cualquiera de esas técnicas una mayor tolerancia hacia las ideas ajenas.

Que algunas ideologías solo se ocupen de propugnar un modelo para las instituciones formales no significa que las informales no sean relevantes: al contrario, pueden ser tan o más importantes que las formales (sin embargo, al tratarse de la suma de actitudes individuales que están entrelazadas con los proyectos legítimos de vida de cada persona, el liberalismo es enormemente prudente a la hora de impulsar agendas específicas de reforma de las instituciones informales). No en vano, los seres humanos actuamos movidos por incentivos, y las instituciones informales determinan parte de las recompensas o de las sanciones sociales vinculadas a determinados comportamientos.

No se trata de prohibir las críticas o boicots, sino de reclamar a quienes emplean cualquiera de esas técnicas mayor tolerancia hacia las ideas ajenas

De ahí que en teoría podríamos llegar a encontrarnos con la siguiente situación: una sociedad donde la libertad de expresión está formalmente garantizada y respetada pero en la que todos los individuos tienen miedo a expresarse libremente por las represalias (no coactivas) que puedan darse desde ciertos rincones de esa sociedad. Y aunque en algunos casos —probablemente acordes a nuestras propias preferenciales morales— podamos verle algunas ventajas a ese escenario —por mi parte, considero positivo que las personas racistas, homófobas o sexistas sientan cierto oprobio antes de expresar sus exabruptos en público—, también resultan evidentes sus incuestionables riesgos cuando los contornos de lo socialmente admisible se vuelven tan estrechos como para bloquear toda heterodoxia. No me siento capaz de expresarlo mejor que los 150 intelectuales que han firmado la carta de ‘Harper’s’:

El libre intercambio de información e ideas constituye el alma de una sociedad libre, pero cada día se va viendo más constreñida (…): la intolerancia hacia ideas opuestas, la moda por los linchamientos públicos y el ostracismo, así como la tendencia a disolver cuestiones complejas en una cegadora certidumbre moral (…) El resultado de todo ello ha sido que se han ido estrechando las fronteras de lo que puede expresarse sin riesgo a represalias. Ya estamos pagando un alto precio por esta mayor aversión al riesgo entre escritores, artistas y periodistas, los cuales temen por su subsistencia si se apartan del consenso o incluso si no forman parte del mismo con suficiente radicalidad (…) La forma de derrotar las malas ideas es exponiéndolas, argumentando y persuadiendo, no tratando de silenciarlas o deseando que desaparezcan. Rechazamos la falsa dicotomía entre justicia y libertad: la una no puede existir sin la otra. Como escritores, necesitamos de una cultura que nos deje espacio para la experimentación, la asunción de riesgos e incluso la comisión de errores. Necesitamos preservar la posibilidad de discrepar de buena fe sin sufrir graves consecuencias profesionales. perpetrado por pensadores ideológicamente muy diversos (incluso enfrentados) con las palabras que ha pronunciado esta misma semana el vicepresidente del Gobierno de España, Pablo Iglesias:

Hay que naturalizar que en una democracia avanzada, cualquiera que tenga presencia pública o cualquiera que tenga responsabilidad en una empresa de comunicación o en la política lógicamente está sometido tanto a la crítica como al insulto en las redes.

Una sociedad que recurre al insulto masivo y organizado contra los herejes intelectuales es una sociedad intoxicada por el dogmatismo que está condenada al estancamiento científico. Que el insulto deba ser amparado por el derecho a la libertad de expresión (porque sí: libertad de expresión es libertad de ofender) no significa que ese insulto deba ser naturalizado, disculpado o amparado. Y mucho menos promovido desde instancias gubernamentales, donde la separación entre insulto y amenaza se antoja demasiado estrecha. Cada cual muestra sus preferencias por el tipo de sociedad en que quiere vivir y en este caso han quedado muy claras: los intelectuales de ‘Haper’s’ propugnan una sociedad plural basada en el respeto social amplio hacia ideas distintas de las propias; Iglesias defiende una sociedad embrutecida por el hostigamiento social y político hacia los disidentes.