ISABEL SAN SEBASTIÁN, ABC – 06/11/14
· El CIS muestra el hartazgo de la sociedad ante una clase política devenida en parasitaria, donde el talento constituye la excepción y los méritos brillan por su ausencia.
La fotografía que muestra el último barómetro del CIS sobre intención de voto es la del hundimiento del sistema alumbrado por la Constitución de 1978. Un naufragio colectivo, cuya responsabilidad recae sobre quienes han faltado estrepitosamente a su deber de administrar ese valioso legado con sensatez y decencia (PP, PSOE, CiU, PNV) y del que solo salen beneficiados los grupos que nunca han creído en los pilares que sustentan la democracia: libertad, pluralidad, igualdad de oportunidades, Estado de Derecho, imperio de la Ley.
Por más que todos traten de salvar la cara apelando a una lectura sesgada de esta descarnada realidad, el único protagonista del estudio con motivos para estar feliz es precisamente aquel cuyo nombre no figura en la lista sometida al examen de los ciudadanos: Pablo Iglesias, el gran populista, el telepredicador por excelencia, el embaucador más eficaz de cuantos han transitado por el escenario patrio en muchos años, cuya habilidad para la demagogia ha logrado convertir a Podemos, formación sin pasado ni estructura organizativa ni propuestas alternativas dignas de ese nombre ni poder alguno, en refugio al que recalan todos los indignados, desencantados y desheredados de esta nave que se va a pique. Nadie ha preguntado a los españoles qué nota ponen al «chico de la coleta», supuestamente porque carece de representación parlamentaria. Quienes sí cumplen ese requisito suspenden.
Todos, sin excepción, lo que demuestra el nivel de hastío que embarga a la ciudadanía. Hastío trufado de repugnancia y aderezado de ira. Hartazgo ante una clase política devenida en parasitaria, donde el talento constituye la excepción y los méritos brillan por su ausencia, mientras los «paganos» de la fiesta constatamos, inermes, que la corrupción es sistémica, salpica a todos los que han tenido ocasión de corromperse, se financia con unos impuestos confiscatorios para la clase media y jamás ha topado con una voluntad política verdaderamente decidida a erradicarla.
El buque hace agua por todas partes. Esto no es el fin del bipartidismo. Es mucho más que eso. Es el último estertor de un modelo que se agota ante la ceguera irresponsable de los llamados a preservarlo, ante su falta absoluta de ejemplaridad, su pusilanimidad suicida y la ausencia de pedagogía indispensable en el empeño de transmitir a los ciudadanos el valor de lo que está en juego. ¿Quién se ha tomado la molestia de hacer Política, con mayúscula, en los últimos lustros? ¿Quién se ha atrevido a hablar de valores, de principios, de intangibles como el honor? Ahora los dos partidos que ven peligrar su hegemonía apelarán al voto del miedo y tratarán de poner el foco en el tufo totalitario que desprende su enemigo común, sin caer en la cuenta de que los sufragios que vayan a parar a la bolsa de Podemos no pretenden respaldar nada ni a nadie, sino castigar lo conocido; es decir, a ellos. De ahí que resulte inútil, a estas alturas, cualquier intento de destapar la auténtica naturaleza de la formación favorita de Castro, los ayatolás iraníes y Maduro. Demasiada gente en España está persuadida de no tener nada que perder y esa sensación, sea correcta o no, está reñida con la prudencia. Demasiada gente ansía mostrar en las urnas sus heridas abiertas, dar rienda suelta a la rabia, votar con las tripas.
Italia vivió una situación parecida con el estallido de Tangentópoli (Comisionópolis), que barrió del mapa a la Democracia Cristiana y el socialismo para encumbrar a Berlusconi, Beppe Grillo y los separatistas del norte. Exactamente el horizonte hacia el que caminamos nosotros.
ISABEL SAN SEBASTIÁN, ABC – 06/11/14