François Fillon dice ser víctima de un «asesinato político». Cabe entender que se considera ya un cadáver. Pero no renuncia. A punto de ser imputado en un caso de malversación de fondos públicos, debilitado por el abandono de colaboradores directos, relegado en los sondeos, el candidato presidencial de la derecha francesa afirma que irá «hasta el final», cueste lo que cueste. Habrá quien admire su fuerza de voluntad. Muchos, a su alrededor, hablan de «delirio» y «suicidio colectivo». La presidencia de la República, que hace sólo dos meses parecía asegurada para Fillon y los liberal-conservadores, se ha convertido en un sueño casi imposible. Su campaña electoral, que empezó como un paseo triunfal, es ahora una pesadilla.
Fillon recibió a primera hora de ayer la convocatoria del juzgado. Debía presentarse el próximo 15 de marzo para ser formalmente imputado por el caso de los empleos ficticios de su esposa, Penelope. Ella fue citada el día 18, también para la imputación. Los jueces creen, como la Oficina Anticorrupción, que Penelope Fillon cobró casi un millón de euros de fondos públicos sin desempeñar a cambio ningún trabajo real. Las fechas de las convocatorias resultan críticas: el 17 se entregan los avales para la proclamación de las candidaturas. Después del 17 ya no puede haber cambio de candidato.
Fillon suspendió su anunciada visita matutina al Salón de la Agricultura, una cita ineludible para cualquier aspirante a la presidencia, y anunció que a mediodía realizaría un anuncio solemne en su cuartel general. Se desataron las especulaciones sobre una posible renuncia.
Antes de comparecer ante la prensa, el candidato quiso asegurarse de que el partido no le obligaría a abandonar. Su supervivencia dependía de las rencillas ajenas. Un sector del partido quiso que le sustituyera Alain Juppé, pero Nicolas Sarkozy impuso su veto. Sarkozy propuso como sustituto a François Baroin, y entonces fue Juppé quien vetó. Confortado por la ausencia de alternativas, Fillon descartó la renuncia y preparó una declaración de una violencia asombrosa. En la historia reciente de Francia, sólo Jean-Marie Le Pen había recurrido a un lenguaje tan duro en una campaña electoral.
«No cederé, no me rendiré, no renunciaré, iré hasta el final porque, más allá de mi persona, es la democracia la que sufre un desafío», proclamó. «Muchos de mis simpatizantes y de quienes me apoyaron en unas primarias con cuatro millones de votantes hablan de un asesinato político. Es un asesinato, en efecto. Por la persecución desproporcionada, por la elección de las fechas, no sólo se me asesina a mí, también a la elección presidencial».
Situándose en el papel de víctima en una «violación sistemática del Estado de Derecho», contrapuso la justicia a los votos: «Me remito al pueblo francés porque sólo el sufragio universal, y no un proceso judicial intencionado, puede decidir quién será el próximo presidente de la República».
Y siguió: «Es el voto de los electores de la derecha y del centro el que se rompe, es la voz de millones de electores que desean una auténtica alternancia la que queda amordazada». «Os pido que resistáis, yo lo hago, mi familia lo hace pese a todos los tormentos, mi familia política lo hará, y, más allá, también quienes creen que, en último extremo, sólo el pueblo puede decidir».
Nadie esperaba que un hombre considerado de orden, cinco años primer ministro, perfectamente engranado en el sistema, negara de tal forma la independencia de los tres jueces que instruyen el sumario e invocara con tal rotundidad el mantra del populismo: el pueblo está por encima de la ley.
El actual presidente, François Hollande, subrayó que el hecho de ser candidato no permitía a Fillon «poner en cuestión el trabajo de los jueces y la policía». Su principal rival, el centrista Emmanuel Macron, comentó que Fillon había «perdido el sentido de la realidad». El Frente Nacional hizo notar que Fillon prometió, semanas atrás, renunciar si era imputado; los portavoces de la ultraderecha no se recrearon, porque también Marine Le Pen es investigada por malversación.
En las filas conservadoras se desencadenó una tormenta. Bruno Le Maire, que aspiraba a la cartera de Exteriores bajo una presidencia de Fillon, acudió a su despacho para exigirle que renunciara. Fillon le recordó que Le Maire también había contratado a su esposa como asistente parlamentaria.
La discusión fue durísima. Al salir, Le Maire anunció que rompía con Fillon. El diputado Pierre Lelouche rogó a Fillon que se rindiera y que el Consejo Constitucional aplazara las elecciones para que la derecha pudiera elegir otro candidato. Las dos docenas de parlamentarios de la Unión de Demócratas Independientes, partido coaligado con Los Republicanos de Fillon, decidieron «suspender» su participación en la campaña. Varios de ellos coquetean ya con Macron.
François Fillon decidió demostrar que su campaña proseguía y acudió por fin al Salón de la Agricultura. Pero lo suyo ya no es una campaña electoral. Su paseo entre vacas y tractores se desarrolló bajo el blindaje de un doble cordón de gendarmes, sin que las cámaras y el público pudieran acercarse al candidato. Mientras su cortejo gritaba «Fillon president», otros respondían «Fillon prison».
Fillon lleva días convertido en un búnquer andante. Quienes organizan sus actos han de evitar que el aspirante entre en contacto con la gente: temen los insultos o incluso acciones agresivas. ¿Cómo mantener la campaña en estas condiciones? El diputado conservador Arnaud Robinet cree que Fillon empuja a la derecha a «un suicidio colectivo». Esa expresión, igual que la palabra «delirio», se escucha con frecuencia en las conversaciones privadas dentro del entorno del candidato.
Fillon dice que hay que seguir, «cueste lo que cueste». El siguiente paso será una gran concentración en París, el domingo, en la explanada de Trocadéro. Justo el lugar donde Nicolas Sarkozy celebró su último mítin antes de ganar la presidencia. Según la revista católica tradicionalista Valeurs actuelles, que respalda tanto a Le Pen como a Fillon, la concentración tiene como objetivo «oponerse al golpe de Estado de los jueces». Los organizadores confían en reunir al menos 200.000 personas para evitar, con un golpe de efecto multitudinario, el colapso definitivo de la campaña de Fillon.