Jorge Martínez Reverte-El País
El Parlament ya no tiene que ser convocado. La gente llenará las calles, haciendo inútiles los debates y los votos
Navegar mecido dulcemente por olas, unas veces; conmovido el cuerpo entero por los empujones del mar embravecido, otras veces. Pero navegar, a merced del viento y las mareas, puede resultar a veces tentador para algunos marineros. Y los que se emborrachan con la ingesta desmedida del riesgo sin pararse un momento a mirar el rumbo suelen acabar reventados, con su barco hecho trizas, y los supervivientes de la tripulación lamentando haber escogido a ese piloto que les llevó a los aparentemente dulces brazos de las salvajes sirenas.
Odiseo supo escapar de ellas. El astuto rey de Ítaca.
Otros no. Otros se entregaron a la embriaguez de ser llevados por las masas, de ser aupados por ellas para dejarse el sentido en el viaje. Pudieron prescindir de todos los artificios inútiles que se oponían a su poder creciente, tales como el Parlamento o las leyes debatidas. ¿Quiénes fueron? Que les ponga nombre Puigdemont o Mike Godwin.
En realidad, el rumbo a la catástrofe ya lo emprendió Puigdemont a principios de septiembre, cuando liquidó con un par de leyes el Estatut, el Parlament y la dignidad del soberanismo catalán.
Seguramente llevado por los cantos llenos de glamour de las sirenas de la CUP, pero empujado a la vez por los suyos, por la ANC, por Òmnium, por los profesores de Historia de instituto de Tarragona o por los periodistas de TV-3.
Entre todos ellos forman lo que Gramsci llamaría el intelectual orgánico del procés. Y entre todos llegaron a una terrible conclusión casi innombrable: el colectivo indepe no reúne mayorías suficientes en votos para cambiar el estatus de Cataluña.
Lo ha explicado muy bien José Antonio Sorolla en El Periódico de Catalunya, tan denostado por los nacionalistas.
Y si no se pueden reunir las mayorías suficientes, hay una salida buena y con tintes épicos: la democracia aclamativa que teorizó Carl Schmitt y es muy útil para cualquier estrategia de hacerse con el poder sin tener los votos: la calle, donde se reúne en masas de cientos de miles lo mejor y lo más consciente del pueblo catalán. Ahí está la fuerza, ahí la legitimidad.
El Parlament, que es el lugar donde debería residir el alma política de la comunidad, ya no tiene que ser convocado. La gente, esa gente que tanto gusta a Iglesias y a Puigdemont, llenará de cera las calles, haciendo inútiles los debates y los votos.
¿Importó a alguien en el mundo indepe el conteo de votos y los procedimientos del 1-O? Lo que importaba era la calle. Porque los síes son menos del 40%.