Ignacio Camacho-ABC
Rajoy sólo confía en el poder taumatúrgico del crecimiento. Lo demás le parecen milongas, cantos de sirena posmodernos
LA luz y el aire de los jardines del Palacio de La Moncloa son los más limpios de Madrid, y quizá por eso allí se vive un sentido diferente del tiempo. Tal vez esa dimensión indeterminada sea la que confunde tan a menudo a los habitantes del complejo. La que ensimismó de autocomplacencia a González, la que impidió a Aznar escuchar el rugido de la calle contra la guerra de Irak, la que nubló la percepción de la crisis a Zapatero. La que sirve a Rajoy para construirse, en medio del clamor de las encuestas y del desgaste del bipartidismo, un muro virtual de paciencia como parapeto. Tiene a los votantes en desbandada, al partido en estado de pánico y al Gabinete algo más que inquieto, pero su actitud es invariable: calma, perseverancia y silencio.
Sólo un hombre que tardó tanto en responder al desafío catalán puede convocar la copa de Navidad en enero. Lo hizo ayer ante dos centenares de periodistas y tertulianos, acompañado de casi todo el Gobierno. Con la barba sin arreglar y un cierto aire indolente, respondió a mil preguntas en el tono imperturbable del que ha hecho un estilo: estoico, agalbanado, sufrido, glacial, sereno. No se movió del manual marianista: contra las maniobras del independentismo, recursos judiciales; contra el declive electoral, la recuperación del consumo, de la actividad y del empleo.
El presidente ha mandado a los ministros a predicar su único evangelio: la reactivación productiva, las cuentas cuadradas, la consolidación del déficit, los seiscientos mil trabajos nuevos. Sigue confiando en la gota malaya de la economía, en el poder taumatúrgico del crecimiento. Lo demás le parecen milongas, cantos de sirena de políticos inmaduros y posmodernos. En Cataluña, la ley como único y literal criterio, aunque el último auto del juez Llarena, el del voto de los líderes separatistas presos, parece haberle abierto alguna duda o causado un leve desconcierto. Espera que el nacionalismo acabe presentando un candidato «limpio» para poner a cero el contador del autogobierno. Sólo la vice Sáenz de Santamaría desliza algo de presión política al sugerir que le gustaría que Cs forzase un poco más a Podemos para impedir que los indepes se hagan con la presidencia del Parlamento.
Los suyos, sin embargo, no las tienen todas consigo; asumen el papel con disciplina y un punto escéptico. Saben que se les están escapando apoyos a chorros y desearían una reacción más enérgica, menos aplatanada: un cambio de acento. Seguirán a su jefe a ciegas porque no les queda más remedio, pero temen haber perdido el compás del país en su fuero interno. Salvo Montoro, siempre orgulloso de su tarea y de no ser simpático ni telegénico –«yo no estoy aquí para eso»–, el grupo transmite una sensación abatida, desmayada, de desaliento. Una impresión aturdida, desubicada, rara como la propia idea de celebrar una recepción navideña entrado el año nuevo.