- Quién nos iba a decir que volveríamos a las Navidades grises sin peso alguno, incluso con esa levedad del ser que es patrimonio común
El color del miedo es gris, lo digo por experiencia. Está entre lo tenebroso y lo tétrico pero consiente una gama muy amplia de manifestaciones y la más común es la de hacer como si no te afectara. Hay gente para todo. Por más que vea a la humanidad que le rodea con la cara enmascarada y los ojillos inquietos hace los gestos de siempre, sin darse por enterado de que todo ha cambiado. Los idiotas de ahora están respaldados por las nuevas tecnologías, los de antes no. Uno podía ejercer de lelo porque no se hacía preguntas, pero los tiempos han cambiado mientras ellos siguen igual, sólo que tienen a su alcance unas herramientas, así se dice, que le permiten sin cuestionar nada almacenar una supuesta información que trae cierto sosiego a su estupidez. ¿Se acuerdan del murciélago chino que hacía de piedra filosofal para explicar lo jodidos que estábamos?
Desapareció el murciélago y hasta quizá quien lo inventó, pero nadie se pregunta qué otro murciélago provocó la variante sudafricana. ¿Por qué sudafricana? Esta vez apuntaron de manera más sofisticada, no era cuestión de contar un cuento chino con éxito y pasar ahora a hacer un chiste macabro de negros. Las “herramientas” dan para mucho, pero conviene no pasarse. Entonces llegó la ciencia y la intocable casta de científicos, entre los que como en toda profesión establecida debe de haber su altísima proporción de mediocres presuntuosos, y certificó “ómicron” y la humanidad se sintió menos huérfana, aún no sé por qué.
Soy fiel cumplidor de “las normas sanitarias” y por tanto tengo el derecho a preguntar sabiendo que nadie me va a responder, porque no formo parte de la comunidad científica y además acumulo cierto hábito para hacer preguntas que nadie se tomará la molestia de responder. La clase política recién barnizada de cientificismo sabe lo mismo que yo, pero disimula porque vive de eso. A ellos no les cabe en la cabeza lo de las preguntas sin respuesta, para eso tienen las redes.
La clase política recién barnizada de cientificismo sabe lo mismo que yo, pero disimula porque vive de eso. A ellos no les cabe en la cabeza lo de las preguntas sin respuesta, para eso tienen las redes.
La canonización de las redes sociales ha creado una religión llena de sacerdotes, obispos y cardenales. Incluso de profetas y de estafadores. Es lo que corresponde a toda verdad revelada. Da mucho juego y deja a las viejunas creencias en un desamparo que da grima. ¿Se han fijado en que no se proponen misas, triduos, ni rosarios colectivos al viejo estilo de los tiempos del cólera? Las nuevas herramientas han arrumbado al desván a los llamados objetos de culto. Basta con un cacharrito y un dedo desvaído para encontrar todo lo que quieres saber sin necesidad de esforzarte.
Nuestra tradición creó el imaginario de las Navidades blancas, incluso en aquellos países donde tienen sol todo el año. Yo nací en una ciudad donde solía nevar y la Navidad era una fecha señalada que requería su ritual, como ahora, pero más riguroso en las costumbres. Se cenaba pollo en Nochebuena y el animal se compraba vivo en el mercado. Se mantenía un par de días atado bajo la mesa de la cocina, con maíz y agua. Se le mataba de vísperas y se le mantenía “al sereno” durante la friísima noche. Una singularidad inolvidable es que la cuchillada que cortaba el gaznate del animal estaba prohibido que la presenciáramos los niños; algo que con los años imaginé como un aliviadero de la gente mayor después de haber presenciado tanta sangre derramada. Se bendecía la mesa con desgana e invariablemente mi madre, como imagino muchas mujeres de entonces, introducía una frase que te atragantaba los entremeses. “Por todos los que esta noche no tienen qué comer”.
El pollo se constituía en el rey de la mesa. En la evocación de aquellos grises años cincuenta tiene valor tan excelso como la insulsa magdalena de Proust. Era el único del año y sabía a pollo, una obviedad que quien no la conoció no cabe que trate de imaginar. Un pedagogo audaz, ahora que se cumplen 60 años, debería poner a los niños el Plácido de Berlanga. Una lección de memoria histórica en un retrato al sarcasmo, con la huella imborrable de ese guionista excelso que fue Rafael Azcona.
Son las Navidades de los años 50 que algunos supervivientes no podemos olvidar y que nos sitúan como una excrecencia del siglo XIX, que duró en España hasta el otro día, es un decir
Se rodó en 1961 y pocas cosas tan esclarecedoras de la isla del miedo y la miseria en la que vivíamos como hacerse a la idea de que le disputó el Oscar de Hollywood a un filme de Ingmar Bergman, que ganó. Debería haberse llamado Siente un pobre a su mesa pero la censura lo evitó. Los personajes que reinan alrededor de Cassen y López Vázquez, en estado de gracia todos sin excepción, saltan sobre el mundo de Galdós y penetran en el mejor Valle Inclán. Son las Navidades de los años 50 que algunos supervivientes no podemos olvidar y que nos sitúan como una excrecencia del siglo XIX, que duró en España hasta el otro día, es un decir.
¿Aquellas navidades de entonces eran blancas o negras? Grises, sobre todo grises. El peso de la historia, de la que entonces los niños no sabíamos nada salvo que no cabía hacer preguntas impertinentes sin el riesgo de una bofetada. Quién nos iba a decir que volveríamos a las Navidades grises sin peso alguno, incluso con esa levedad del ser que es patrimonio común.
Hay sociólogos que se han acercado a la inestable realidad y en Francia lograron una recomendación que produce escalofrío. “Si quieres a los demás, no te acerques demasiado a ellos”. En versión chabacana pero más precisa: “si amas a la gente, mejor mantente a distancia”. Es pronto aún para sentenciar si estamos ante un cambio de paradigma o en algo que va más allá de la definición pedante. Lo incontestable es que el común necesita como mínimo a un enemigo al que señalar como culpable y si no hay que inventarlo. En este caso lo tiene difícil; no hay suficientes murciélagos chinos para engañar a tantos descerebrados. El odiado no puede ser un virus, anónimo fuera de su connotación científica.
Frente a las pestes los antiguos se aislaban; los que podían. Los que no, se creían las paparruchas de brujos y predicadores. Pasa también ahora con lo digital, ese hallazgo de seguridad espiritual para gentes poco escrupulosas. La desconfianza nunca dejó de ser un motor del poder; para conseguirlo y para mantenerlo. Ahora hay que desconfiar de todo, empezando por nosotros mismos; una hazaña que se lleva mal con la ambición. ¡Qué extraño suena aquello de Goethe sobre lo gris de la teoría y lo verde del árbol de la vida!