J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 5/8/12
Mario no se hizo nunca constitucionalista español, sino que se convirtió en constitucionalista a secas, intentando abstraer en la libertad la esencia de su trayectoria vital
Fernando Molina Aparicio acaba de publicar un libro sobre nuestro reciente pasado que recomiendo vivamente. No sólo por su calidad intrínseca, sino por su capacidad para iluminar la génesis y el desarrollo de la tragedia de una generación, que ha sido a la vez una vergüenza colectiva. Se trata de una muy particular biografía de Mario Onaindia, que no pretende ser una biografía completa del personaje, ni siquiera una biografía parcial de su faceta política, sino que se limita deliberadamente a ser una ‘biografía patria’. La explicación de este enfoque peculiar la proporciona el historiador desde el principio, al incluirse en el campo epistemológico de quienes consideran que la nación, más que una realidad objetiva y exterior al sujeto que éste asumiría más o menos pasivamente, es una narración de la identidad personal del sujeto, una narración que él mismo va haciendo y retocando a lo largo de su vida. Pues bien, Mario Onaindia es en este sentido un personaje emblemático, pues convirtió la nación vasca en la materia de su vida y fue, como pocos han sido, un anhelante buscador de la nación de los vascos: hablar de la nación era para él hablar de sí mismo.
El libro, es relevante resaltarlo, está construido con singular maestría como un relato en el que intervienen tres voces, a veces disonantes pero siempre corales. Está ahí la voz del Mario historiador que escribe su propia biografía en la última década de su vida, la que recuerda, manipula y deforma su pasado para darle un sentido lineal y unitario. Pero está también la voz del Mario histórico, el que realmente actuaba y escribía en cada momento de ese pasado, a veces de una manera que chirría con lo que luego recuerda. Y al fondo está la voz de Fernando Molina, el ‘story-teller’ que cuenta al propio narrador, una voz tímida y que nunca pretende juzgar a su personaje pero que a veces no puede ocultar la extrañeza característica de una generación muy posterior a la de Mario. O por lo menos me parece a mí que le domina la extrañeza cuando en varias ocasiones apunta su asombro ante el desvarío violento y la cobardía moral de una sociedad. Una pregunta que diría algo así como «pero, ¿cómo hicisteis para llegar a esto, un país donde se vive como en Suiza y se mata como en Ruanda?». En este sentido, el libro es también una puerta para entender cómo toda una generación de vascos llegaron a donde llegaron (sus motivos), pero también una constatación de que no hay forma de entenderlo (su sinrazón).
Pero volvamos a la peripecia vital narrada en este libro. Mario buscó ‘la nación de los vascos’ incansablemente, sin que su inteligencia crítica le dejara descansar en ninguna de las que fue inventando y viviendo. Era un nacionalista heterodoxo, condenado por ello al desengaño. Y, sin embargo, fue siempre optimista.
Esta búsqueda se puede presentar –y así lo hace el libro– como una sucesión de frescos pictóricos, los de cada una de esas naciones que una tras otra fue encontrando, amando, y después rechazando. Primero la de la niñez, una Euskadi nacionalista de textura comunitaria y adoptada con el candor y la emoción teñida de religiosidad del ambiente familiar, una Euskadi cuyo pasado reciente el padre, miliciano en la guerra, no llegó nunca a aclarar del todo a su hijo. Después vino la nación vasca que exigía ser complementada con la clase trabajadora si se quería ser vivencial e intelectualmente honesto, una que exigía poner a Marx junto a Aguirre. Una nación que explica cómo Mario entona en Burgos el Eusko Gudariak y grita seguidamente «gora Espainako langileria». Es decir, un intento de composición de alquimia básica inestable.
Les sigue la nación vasca de la alternativa KAS y Euskadiko Ezkerra, una nación que no puede ya imponerse a nadie por la violencia –afirmaba– pero que sí podía todavía construirse desde el poder político, exigiendo a los inmigrantes su asimilación nacional. Es la época de la ‘construcción nacional’ como tótem político. Pero, ¡ay!, poco tarda en descubrir que esos inmigrantes no son tales, que en la urdimbre de la nación vasca están al mismo título Sabino Arana, Facundo Perezagua y Víctor Chávarri, que la nación está desgarrada desde su invención moderna. Busca entonces la patria en los tiempos forales de mediados del XIX, cuando imagina que existía una manera armónica de ser vascos sin desgarros, cuando piensa que se sabían las respuestas que hoy ya no sabemos contestar. Es su época del posnacionalismo, la que hoy ha adoptado el vasquismo socialista. Es decir, la de una nación en la que todos han aceptado la hegemonía simbólica del nacionalismo a cambio de que éste acepte la autolimitación de sus ideales políticos finales: el fin del conflicto, nada menos.
Del arrobo neoforalista le arranca ásperamente la evolución del PNV, sobre todo cuando emprende su camino a Lizarra. Lo que entiende como traición a la sociedad vasca le indigna. Entonces empieza a detectar en sus estudios la existencia de una tradición oculta (un «tesoro olvidado» diría Arendt) en el republicanismo ilustrado español del XVIII, y no porque se convierta al españolismo como bobamente se ha afirmado, sino porque se apercibe de que sólo en las buenas leyes –las que protegen su vida y su libertad– puede estar al final la patria de un ciudadano. Casi sin sentirlo, Mario está descubriendo la distinción entre la idea moderna de ‘nación’ y la clásica de ‘patria’, que aunque para muchos sea sinónima es profundamente diversa: en la nación se está por naturaleza, la patria nos permite ser con libertad. Y la patria de Mario, quiere ahora creerlo, es la libertad teñida de compasión. Mario no se hizo nunca constitucionalista español, sino que se convirtió en constitucionalista a secas, intentando abstraer en la libertad la esencia de su trayectoria vital.
Si Mario hubiera vivido, estoy convencido, hubiera seguido buscando una materialización de lo que en el fondo no era sino su propia necesidad vital de entenderse y explicarse. Hubiera seguido buscando el ‘rosebud’ que un día le hizo llorar en Eibar. Aunque no existía, su vida era buscarlo.
J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 5/8/12