Indudablemente, la Inquisición fue una excelente institución cuando fue ideada por los Reyes Católicos en una época de persecución y estallidos populares contra las minorías musulmana o judía en toda Europa. Una época en la que el vulgo entraba masivamente en las juderías y linchaba a cualquier andoba.
Frente a semejante caos e injusticia, y frente a las viles y envidiosas acusaciones de «falso converso» entre vecinos, la Inquisición ofrecía un procedimiento reglado y un juicio justo para el estándar de la época. En otras palabras, garantizaba el derecho a una justa defensa y proveía seguridad jurídica en una época en la que la improvisación y la ausencia de derechos era la norma.
Los datos avalan esta afirmación: 5.000 ejecuciones en 350 años (según el historiador británico Geoffrey Parker); una media de 15 al año; sólo el 4% de las sentencias acababan en pena de muerte.
¿Cuántos miles de personas salvaron la vida ante marabuntas enfurecidas y acusaciones vecinales de oscuras intenciones gracias a la Inquisición?
En comparación con las decenas de miles de mujeres asesinadas bajo la absurda acusación de ser brujas en Europa Central en apenas unas décadas, el saldo favorable al demonizado Torquemada no parece tan demoníaco.
Ahora bien, la mala fama de esta institución no emerge de la nada ni es achacable exclusivamente a la leyenda negra.
Lo que en la Baja Edad Media fue una excelente institución, a los ojos del siglo XVIII empezaba a resultar obsoleta. A partir de la Revolución francesa y de la Guerra de independencia americana, la proclamación de los derechos y las libertades fundamentales (y especialmente del derecho a la libertad religiosa y de ideas), la Inquisición se convirtió en una institución antievolutiva, anacrónica y deleznable para el estándar de las potencias de Europa Occidental entre las que España jugaba.
Pero no hemos venido aquí a hablar de la Inquisición, sino de lo que este caso representa. Lo que a la fecha de su creación fue excelente, se tornó una desgracia unos siglos después.
¿Qué hay por tanto de las diputaciones creadas a inspiración del modelo de provincias francés del siglo XIX?
¿Qué hay del modelo de Estado moderno basado en ministerios ideado hace 300 años?
¿Qué hay del sistema de comunidades autónomas?
Gestión de puertos, controles en el mundo agrícola, sistemas de subvenciones, ayudas y créditos…
¿Cuántas de estas instituciones son necesarias? ¿Cuántas son idóneas en su actual forma? ¿Cuáles están obsoletas? ¿Cuáles están sobredimensionadas y cuántas infradimensionadas?
¿Cuáles están siendo creadas por la injerencia espuria de los partidos políticos interesados en colocar su interminable corte de asesores, simpatizantes y militantes?
Necesitamos un organismo independiente del poder político que estudie la reforma, el recorte, la eliminación y la transformación de las Administraciones públicas. Un organismo como mínimo consultivo, y a ser posible con cierta potestad administrativa para hacer las veces de «equipo rojo», para mantener las instituciones y organismos públicos en buena forma.
La cultura de la transparencia y del pensamiento crítico no puede más que desembocar en un Ministerio de Destrucción Institucional. En un Instituto de Dimensionamiento de las Administraciones públicas.
Se trata de una mejora imprescindible para unas instituciones y organismos que se crean en un momento determinado de la historia y que echan a andar con vocación de inmortalidad, pero que acumulan una capa de sedimentos institucionales, de grasa saturada institucional, que obstruye los vasos sanguíneos de la economía y del propio Estado.
Para el poder político es muy rápido y sencillo poner en marcha artefactos burocráticos. Y, sin embargo, es mucho más lento y difícil, casi imposible, frenarlos y reformarlos, por lo que un organismo que haga las veces de «equipo rojo» constituiría una deseable e innovadora mejora para España y sus Administraciones públicas.