El Correo-MIKEL MANCISIDOR.Miembro del Comité DESC de la ONU y profesor de la Universidad de Deusto

En el único debate televisivo entre candidatos, el presidente en funciones, Pedro Sánchez, anunció que en caso de repetir en el cargo se promoverá legislación «para disolver la Fundación Francisco Franco, así como todas aquellas organizaciones que se empeñan en sembrar el odio y defender la dictadura franquista», y creará los delitos de apología del fascismo, el franquismo y los totalitarismos «como pasa en Alemania, en Francia y en Italia».

La cuestión es compleja y tan actual como reiterada, al menos desde que hace ya 75 años Karl Popper, en una famosa nota en ‘La Sociedad Abierta’, planteara la paradoja de la tolerancia: «La tolerancia ilimitada puede conducir a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada aun a aquellos que son intolerantes (y) no nos hallamos preparados para defender una sociedad tolerante contra las tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de los tolerantes y, junto con ellos, de la tolerancia. Deberemos reclamar, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes».

Hace unos meses, en la sede del Parlamento Europeo en Bruselas, compartí una mesa redonda con la historiadora norteamericana Deborah Lipstadt. Su historia se hizo famosa al ser llevada al cine (‘Denial’, 2016) en una gran película del viejo género de juicios. Su rostro apareció, junto a un puñado de los secundarios británicos más reputados, trasmutado en los agudos perfiles de Rachel Weisz (‘El Jardinero fiel’, ‘Ágora’).

La Deborah Lipstadt real ha dedicado su vida al estudio de la historia del pueblo judío y, en particular, al Holocausto. En 1996, el escritor británico David Irving la denunció por difamación, molesto por verse citado como ejemplo de negacionista. Lipstadt tuvo que demostrar ante los tribunales que efectivamente Irving era «uno de los más peligrosos portavoces del negacionismo», y que los calificativos «mentiroso, falsificador y tergiversador de documentos» estaban fundados. En el juicio y en los debates previos y posteriores participaron autores de la talla de John Keegan, Richard Evans, Christopher Hitchens, Raul Hilberg o Ian Buruma. Y es que el caso trascendió lo particular y terminó convirtiéndose en un juicio sobre la historia, la libertad de expresión y el negacionismo.

Lipstadt ganó el litigio en Londres. A los pocos años David Irving fue condenado también en Austria por negacionismo a una pena de cárcel de tres años, de los cuales debió cumplir 400 días. Varios países le han prohibido la entrada.

Hace unas semanas el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha resuelto un caso que puede darnos luz sobre esta cuestión: el de Udo Pastörs. Este diputado regional alemán (Mecklemburgo-Pomerania Occidental) habló en sede parlamentaria del «así llamado Holocausto (que) está siendo usado para fines políticos y comerciales (mediante) un conjunto de propagandistas mentiras», y negó la exterminación de judíos en Auschwitz. Pastörs fue condenado en Alemania por «violar la memoria de las víctimas y por difamación intencionada del pueblo judío». El tribunal ha resuelto ahora por unanimidad que Pastörs mintió para difamar a los judíos y que este comportamiento no podía recabar la protección de la libertad de expresión: «El negacionismo no se puede beneficiar de la protección del Convenio Europeo de Derechos Humanos».

Los magistrados de Estrasburgo nos muestran que si el Estado lo considera necesario puede protegerse contra el negacionismo estableciendo límites, incluso con consecuencias penales, a la libertad de expresión.

Otro caso ha llegado estos días al tribunal europeo. Aba Lewit es el último superviviente de Auschwitz que queda en Austria. En un medio local, un periodista calificó a los que sobrevivieron en ese campo de exterminio como «asesinos en serie», «criminales» y «una plaga». Quién sabe si Lewit, que tiene ya 96 años, verá resuelto el litigio.

¿Debemos tolerar o debemos combatir los negacionismos que repugnan nuestra sensibilidad cuando son objetivamente inconsistentes o falsos? ¿Pero cómo concluir que son inconsistentes o falsos si no podemos establecer con esos textos o personas un debate en plena libertad mutua basado en los hechos, la lógica y los procedimientos científicos? ¿Tal vez deberíamos limitar ese negacionismo sólo cuando afecte directamente en cada caso concreto a otro interés o derecho en conflicto, como el honor de las víctimas o la incitación al odio, distinguiendo el debate académico o histórico, por enconado que sea, de las declaraciones gratuitas con intención de herir?

Hace unas semanas tuvimos que ver a uno de los portavoces de Vox pisoteando la memoria de las Trece rosas, en desafiante baladronada de ignorante fanfarrón, calificando a las asesinadas como asesinas. Vemos ahora a parlamentarios negar los crímenes de la dictadura y amenazar a demócratas con medidas propias del totalitarismo, como la prohibición de partidos democráticos. Creo que la suciedad moral, la protervia y la mentira, cuando es consciente e insistente, deben ser rechazadas también aquí de la forma más severa, incluyendo medidas como las anunciadas por el presidente Sánchez, que no son muy distintas a las que pueden operar en otros países europeos de acreditada solvencia democrática.

Desde luego no debemos facilitarles la entrada normalizada a las instituciones con alianzas o acuerdos como los de Andalucía o Madrid. Y en ocasiones, sí, toca visibilizar nuestro rechazo no dando la mano a quien quiere, con la suya, limitar nuestros derechos y libertades.