Ignacio Camacho-ABC

  • El Gobierno más intervencionista del siglo se encoge de hombros ante el peligro de su propio vacío normativo

Podrá haber causado indignación, desagrado, pesimismo, escarnio, pero no sorpresa. Porque estaba bastante cantado que el final del toque de queda sin legislación alternativa iba a desatar una descarga de euforia callejera, aunque quizá fuese más difícil prever que se convirtiese en un festejo popular como el de Nochevieja. En concreto como el de Bérchules, el pueblo de la Alpujarra que celebra el cabo de año en agosto desde que un apagón lo dejó sin campanadas. Desde luego cien mil muertos merecían algo más de responsabilidad ciudadana por muy hartos que estuviésemos todos del estado de alarma. Pero el vacío normativo emitía claras señales de peligro ante las que el Gobierno más intervencionista y regulador del siglo no sólo se negó a darse por aludido sino que se desentendió adrede desde el principio, como si el desbarajuste estuviese fuera de su alcance político por tratarse de un inevitable giro del destino.

Aunque el taponazo de la noche del sábado quede al final -ojalá- en un mero episodio aislado de escaso o leve impacto sanitario, la ausencia de un marco jurídico claro para combatir la pandemia constituye una inacción culpable rayana en la negligencia de Estado. La población está recibiendo de las autoridades el mensaje equivocado de que el Covid ya no es un asunto de primer plano. El Ejecutivo que monta campañas de propaganda sobre cualquier proyecto secundario ha optado por cruzarse de brazos y encerrarse en una afonía inesperada, en un silencio espeso, en un aislamiento estanco. Ni medidas, ni pedagogía social, ni advertencias: nada. Hasta Simón, el embustero dicharachero, está sorprendentemente callado. Después de la derrota de Madrid, la consigna es el rechazo a cualquier decisión o anuncio que puedan resultar antipáticos. Los seis meses y medio de poderes excepcionales le queman a Sánchez las manos. Así que ahora, además de a las autonomías, les endilga el problema a los magistrados. Tras extender el desgobierno pretende mutualizar el caos.

El largo estado de alarma era algo más que insostenible: carecía de fundamento. Un vulgar subterfugio para sortear la revisión periódica del Congreso. Lo inadmisible, en todo caso, es que este tiempo no se haya aprovechado para arbitrar procedimientos intermedios entre el absentismo absoluto y la restricción de libertades y derechos, máxime cuando los partidos de la oposición se han cansado de ofrecer su consenso. Simplemente, sucede que Sánchez ha decretado la inexistencia fáctica del virus ante la imposibilidad de sacarle réditos. Para él, si acaso, las vacunas y el dinero europeo; para los demás, la brega con el contagio, las limitaciones a la actividad, los perímetros territoriales, los aprietos hospitalarios. Ése no es su trabajo; a un César no se le molesta con pequeños contratiempos cotidianos. Que luego los votantes se toman unas cañas y se vuelven ingratos.