Ion Ansa-El Correo

Corría el año 2009 cuando Arnaldo Otegi, en un acto de campaña para las elecciones europeas, se dirigía a Alfredo Pérez Rubalcaba con un «o negocian o negocian», en un contexto complicado de oportunidades perdidas. Zapatero, entonces presidente, reivindica para su gobierno el fin de ETA, aunque no fuera el primero que lo intentara, ni mucho menos. Lo cierto es que diferentes organizaciones e interlocutores vinculados a la izquierda abertzale llevan décadas negociando con diferentes gobiernos de Madrid, desde Suárez a Sánchez, pasando por González y Aznar.

Obvio, los contenidos de esas negociaciones han evolucionado considerablemente, y no hay más que constatar, como botón de muestra, las partidas de los presupuestos donde EH Bildu influye decisivamente. El contexto es, en su vertiente más dramática, mucho menos complicado que el que estaba viviendo el Otegi del 2009, en vísperas, entonces, de pasar a la sombra una buena temporada. La génesis de Bildu implicó, muy poco después, el fin de toda una era de entender las relaciones con el Estado y esto condujo a la generación de nuevas condiciones para que esas negociaciones se dieran bajo coordenadas muy diferentes.

La negociación es una parte sustancial de cualquier relación política. Se negocia con el adversario, y lo que se suele negociar son las nuevas reglas de juego en las que esos adversarios van a seguir relacionándose, de manera dialógica o dialéctica. Los acuerdos son, al margen de su dimensión moral, el producto y resultado de una relación de fuerzas dada. Ocurre, en realidad, en todos los aspectos de nuestra existencia en sociedad, pero en política tiene un carácter sustantivo. Una negociación, si es exitosa, no elimina las contradicciones que la motivan, sino que establece un punto de partida nuevo, donde la parte fuerte impone su criterio y mejora su posición sobre la parte débil.

Esta «tradición negociadora», un aprendizaje acumulado de experiencias previas no culminadas es, posiblemente, la que motiva la llamativa discreción actual en las negociaciones de la reforma del Estatuto. Un ejercicio de responsabilidad y cautela que, de momento, cuenta con el consentimiento de la ciudadanía, no sabemos bien si por indiferencia o por aprobación.

Con todo, lo cierto es que se dan unas condiciones que, sin llegar a ser una gran «ventana de oportunidad» (más bien una ventanilla), mejoran lo presente y lo pasado, y se vienen alimentando unas expectativas suficientemente elevadas como para que nos interroguemos, cuando se resuelva la cosa, acerca del estado real de las relaciones de fuerzas entre las partes negociadoras. Se abrirá, entonces, una nueva etapa de relaciones políticas, basada, dependiendo del resultado, en la satisfacción o en la frustración de una o todas las partes.