Gabriel Albiac-ABC

  • De Zapatero, queda vivo Iglesias. Que es lo que Bram Stoker llama un «no-muerto»

Horace McCoy, en 1948, lleva un género ya descarnado, la novela negra, a su límite: «Dile adiós al mañana» da ese paso mediante una infinitesimal desviación técnica. Hammet y Chandler habían protocolizado un narrar en primera persona que hace de los ojos de Sam Spade y Philip Marlowe la cámara que atisba recovecos en un mundo de tapada basura. Y es esa lucidez la que pagan. Escuchemos uno cualquiera de los días de Marlowe: «Algunas veces a uno lo aporrean o le disparan o lo meten en una celda. Una vez, a la larga, lo matan. Todos los meses uno decide abandonar y buscar alguna ocupación razonable». Y no lo hace. Y no lo hace porque «ahí fuera, en la

noche de los mil crímenes, la gente está siendo golpeada, robada, estrangulada, violada y asesinada. La gente se siente hambrienta, enferma, aburrida, desesperada por la soledad o por el remordimiento o el miedo, furiosa, cruel, enfebrecida, sollozante».

Bien, desplacemos la cámara. Unos milímetros. Sin que deje de ser subjetiva. Es lo que hace McCoy. Pero, ¿en los ojos de qué sujeto narrador nos pondremos? En los de un serial killer: Ralph Cotter. Y el malestar va a ponerlo ahora la lengua en la que el mundo es contado. Y, al ser contado, es ya otro. Porque, en la lengua de un psicópata, nada del viejo mundo pervive. Y todo cuanto el lector ni se atrevía a imaginar por excesivo pasa a ser rutina. La política moderna cabe en ese trastrueque de la cámara subjetiva que narra -y que resuena en los innumerables televisores y redes-, no el mundo, el fantasma de un mundo. El instante en el que el espejo de oscuridades que notarialmente Spade o Marlowe fijan, se trueca en fábrica de sombras donde un loco homicida artesana el infierno.

El Doctor Sánchez es, no nos engañemos, la hipermodernidad política. No es Zapatero: aquel zote que sólo consiguiera ir de un traspiés a otro y que, al final, ha acabado de recadero para bárbaros caudillos latinoamericanos, sin jamás materializar uno solo de sus proyectos en la España a la que dejó en la ruina. El hombre del 11-M soñaba sólo con retornar a un pasado que turbios trastornos edípicos le llevaban a alucinar como paraíso: el de su abuelo. Pero no hay vuelta atrás en el tiempo: no hace falta haber leído a Heráclito o a San Agustín para saber eso. Se estrelló. Y nos estrelló a todos. Pero se estrelló él, sin más horizonte hoy que el de servir a Maduro.

De Zapatero, queda vivo Iglesias. Que es lo que Bram Stoker llama -en su Drácula- un «no-muerto»: una larva casi transparente del pasado, en manos del alucinado -pero, como el Ralph Cotter de McCoy, metódico- Doctor Sánchez. «España dice adiós al pasado», anunciaba en Pamplona el presidente. Como si no fuera el pasado el que nos dice adiós en cada instante. Pero él quería decir otra cosa. Plagiada, naturalmente, al psicópata de McCoy: su España dice «adiós al futuro».