Ignacio Camacho-ABC

  • La fijación de Sánchez con Ayuso es una mezcla de táctica política –para ningunear a Feijóo– y celotipia narcisista

¿De verdad hay alguien que crea que a los españoles les afecta que Díaz Ayuso vaya o no a entrevistarse con Sánchez? ¿Algún ciudadano con mínima información piensa que de esa frustrada entrevista podía surgir algún acuerdo importante? ¿Había por medio intereses de Estado inaplazables? ¿Merece el asunto el espacio y el tiempo que le han dedicado los medios informativos de toda clase? Al margen de la opinión que cada cual tenga sobre el desplante, ¿justifica la salida en tromba de seis ministros para denunciarlo como un grave atentado contra los protocolos institucionales? ¿Tiene el Gobierno, precisamente este Gobierno, autoridad moral para reclamar respeto a las formalidades?

Si la respuesta a estas preguntas, o a alguna de ellas, es afirmativa, tenemos como sociedad civil un serio problema de crispación política. Sólo desde una óptica polarizada por el sectarismo puede concederse trascendencia significativa a una cuestión tan trivial como la suspensión de una cita entre el jefe del Ejecutivo y la representante de una autonomía. Sin embargo es precisamente el primer ministro quien otorga a la presidenta de Madrid una relevancia decisiva al convertirla, por superficiales razones tácticas, en su principal enemiga, una especie de némesis artificial contra la que proyectar sus obsesiones narcisistas. Resulta probable que ambos se beneficien de esa tensión antagonista, pero es seguro que el prestigio de la vida pública sale herido de su hostilidad recíproca.

A Sánchez le interesa difundir la idea de que no es Feijóo el rival al que se enfrenta, sino Ayuso y Abascal, presentados como los líderes reales de la derecha para minimizar al candidato real agrandando los fantasmas que más rechazo suscitan en la acera opuesta. El laboratorio estratégico de Moncloa trabaja además con plena conciencia de que parte del electorado conservador siente clara preferencia por la combativa dirigente madrileña, lo que facilita la posibilidad de abrirle al PP una grieta de confianza interna. Ayuso, por su parte, es la única política capaz de interpretar el estilo sanchista y batirse con sus mismas reglas, o más bien con idéntica ausencia de ellas. La confrontación compone una perfecta escena de contienda goyesca.

De momento, el equipo gubernamental pierde por goleada. Madrid es un bastión inexpugnable para la izquierda y en los tribunales no para de coleccionar calabazas. Quizás el presidente haya asumido la derrota en esa simbólica batalla y piense en ganar la guerra –la que le interesa, la de las generales– a base de entregar alguna plaza. Pero salvo otra crisis autodestructiva como la de Casado es difícil que cumpla su sueño de medirse a Ayuso cara a cara, y en los duelos desiguales es ella quien goza de toda la ventaja. Cosa distinta es que el objetivo consista en prender una hoguera de intolerancia banderiza y tratar de salvarse saltando entre las llamas.