Ignacio Camacho-ABC

  • Se está extendiendo la tendencia a recurrir a los militares para paliar la desconfianza en los políticos profesionales

Ha acertado Mazón, ya iba siendo hora, al nombrar al teniente general (retirado) Gan Pampols vicepresidente para la reconstrucción de Valencia, misión que tras descartar la renuncia es ya el único programa real de su legislatura. Ha acertado tanto si la idea se la han sugerido desde la cúpula del PP como si es suya. Y es un acierto por el perfil del elegido, veterano de Bosnia y Afganistán con amplia hoja de servicios al Estado, y porque su designación supone dejar su suerte en manos de alguien que le supera en todo lo que tenga que ver con el liderazgo. Al menos ahora pueden saber los valencianos que al frente de la tarea de recuperación habrá un hombre dispuesto a hacer su trabajo sin abandonar el puesto de mando. El riesgo de la decisión consiste en que la capacidad operativa del nuevo alto cargo tope con los obstáculos de un entramado burocrático de funcionamiento premioso y rutinario.

Más allá de eso, parece que en la política española está de moda recurrir a los militares. Sánchez también se ha parapetado en el jefe de la UME para excusar su inacción tras la catástrofe. Ya lo hizo en la pandemia: portavoces de uniforme con más credibilidad que un Gobierno desautorizado por sus mentiras constantes. El general Marcos ha incurrido en contradicciones varias y sugerido el disparate de que el Ejército está obligado a detenerse en unas imaginarias fronteras regionales, pero sus galones otorgan a los mensajes oficiales una cierta apariencia respetable.

En todo caso este recurso a la milicia, aun limitado a situaciones de emergencia, ahonda la creciente desconfianza en la eficacia de la política. Supone una confesión de impotencia ante desafíos de gestión que requieren idoneidad técnica y resoluciones expeditivas, y pone al estamento castrense en la tesitura de moverse en un entorno ajeno, desacostumbrado al principio de obediencia debida. Es una especie de ‘neogaullismo’ que transmite a la sociedad la percepción de que los civiles no son eficientes ni están preparados para afrontar circunstancias críticas necesitadas de organización y disciplina. Y plantea una duda, tan inevitable como legítima, sobre la inoperancia de las sobredimensionadas –y caras– estructuras administrativas.

Como excepción puede valer cuando no quede más remedio, pero sería contraproducente convertirla en método. Existe el peligro de que la ciudadanía entienda –no sin fundamento– que la élite dirigente profesional carece de aptitud para resolver problemas verdaderamente serios. No es lo mismo llamar a las Fuerzas Armadas en un desastre natural donde son imprescindibles su logística y sus medios que hacerlo para suplir una falta generalizada de competencia, autoridad prescriptiva y pensamiento estratégico. La responsabilidad de los representantes del pueblo no puede delegarse por sistema comprometiendo a los militares en el vaivén sectario del ‘politiqueo’.