JON JUARISTI-ABC

Oxfam o el neorrealismo tropical y globalizado

EN el puerto de Hong Kong hay un monumento a las mujeres chinas, coreanas y malayas que fueron reducidas a la condición de esclavas sexuales por los invasores japoneses durante la guerra contra la República China y la Segunda Guerra Mundial (1937-1945). Esta misma semana, algunas sobrevivientes coreanas a la prostitución obligatoria impuesta por los ocupantes han hecho oír su testimonio. Se trata de mujeres muy ancianas, por supuesto. Quedan ya pocas de un número que fue altísimo, y su condición de sobrevivientes no es meramente cronológica, pues los soldados japoneses asesinaron a la mayoría por pura diversión. A ellos se les había imbuido un sádico desprecio racista por sus vecinos del continente, y muy en particular por los chinos. Episodios como el reflejado en Las Flores

de la Guerra (2011), la película de Zhang Yimou, en el que trece prostitutas salvan la vida de un grupo de colegialas católicas destinadas a un burdel de guerra nipón durante el saqueo de Nanking, haciéndose pasar por estas, fueron lo normal a lo largo de la ocupación. A todos nos resulta fácil condenar estos hechos, porque los cometieron tropas suprematistas procedentes de un país industrial poderoso, gobernado por generales fascistas.

Pero, ¿qué pasa cuando los agresores son pobres? Pensemos en el caso, por ejemplo, de las fuerzas coloniales magrebíes que combatieron en Europa, violando y asesinando a mansalva. La propaganda republicana durante nuestra guerra civil difundió estereotipos monstruosos de «los moros que trajo Franco». Sin embargo, la izquierda antifranquista terminó defendiéndolos con más ardor que los propios franquistas, exonerándolos de toda culpa y presentándolos como víctimas manipuladas del fascismo colonialista español. GilAlbert escribió su elegía a los muchachos moros muertos en el frente de Madrid y Juan Goytisolo arremetió contra el novelista Ramón Ayerra por la maurofobia de alguna de sus narraciones. Se convirtió, este de los mercenarios rifeños, en un asunto inmencionable si no era para compadecerse de ellos. Ahora bien, fue más difícil manipular el enojoso asunto de sus primos, los goumiers marroquíes de la fuerza expedicionaria francesa del general Jouin que invadió Italia formando parte del ejército aliado y que, tras la batalla de Montecassino, a finales de 1944, violaron a más de sesenta mil mujeres, niños y curas italianos. Porque, por razones obvias, los marroquíes de Franco no quemaron iglesias ni se metieron con el clero, pero los de Alphonse Jouin, sí. El neorrealismo italiano los retrató sin retoques en Dos mujeres (1957), la película de Vittorio de Sica sobre novela de Moravia, y contra esa imagen no pudo el buenismo, porque el colonialismo italiano tenía que ver con Libia, no con Marruecos. De manera que, en 1981, Liliana Cavani, una señora que no era precisamente de derechas, no tuvo el menor reparo en incluir en su película La piel, sobre la novela de Malaparte, aquella abominable secuencia de las madres italianas vendiendo sus hijos a los marocchinate.

El problema se vuelve ya inmanejable para la mentalidad progresista cuando los violadores o los usuarios de la prostitución de los hambrientos no son invasores fascistas ni tropas coloniales, sino, mira tú por dónde, cooperantes altermundialistas. Y es que el mundo es muy complicado, y parece que la pederastia ya no es patrimonio exclusivo del clero católico. Uno de los humoristas gráficos españoles más famosos de todos los tiempos incluyó durante varios meses en sus viñetas diarias una exhortación a que no nos olvidáramos del Haití del terremoto. Difícilmente podremos hacerlo a partir de ahora, tras saber dónde iban a parar las donaciones.