Pedro García Cuartango-ABC

  • Un ridículo diplomático que corrobora que nuestro país carece de peso en la escena internacional

Fue Max Weber el que acuñó la distinción entre ética de las convicciones y de las responsabilidades. La primera defiende que las decisiones deben adoptarse en base a criterios morales, la segunda hace referencia a dar más peso a las consecuencias de nuestras acciones que a los principios.

Los sucesivos Gobiernos se han enfrentado a este dilema en el asunto del Sáhara Occidental desde finales de 1975 cuando, en plena agonía de Franco, el rey de Marruecos organizó la llamada Marcha Verde. Aquellos territorios estaban bajo soberanía española, pero Madrid optó por retirarse para evitar un conflicto bélico en unos momentos tan delicados. Ello supuso incumplir los compromisos políticos y jurídicos adquiridos como potencia administradora. En pocas palabras, se cedió al chantaje y se renunció a los principios.

Todo se pactó en un viaje del ministro José Solís a Rabat en el que España y el régimen alauí firmaron unos acuerdos secretos, que se tradujeron en la retirada inmediata del Sáhara. Aquella ignominiosa concesión, forzada por las circunstancias, implicó abandonar a la población local a los designios de Marruecos, que violó todas las leyes internacionales. Fue el comienzo de una larga guerra entre el Frente Polisario y el Ejército de Hasán II, padre del actual monarca.

La ONU nunca reconoció aquella anexión por la fuerza e impulsó la celebración de una consulta de autodeterminación. En 1991, el organismo internacional aprobó la creación de la Minurso, una entidad encargada de llevar a cabo el referéndum tras establecer un censo de la población. Seis años, después la ONU nombró al diplomático James Baker para ejecutar sus resoluciones, nunca aplicadas.

Desde 1976, Marruecos ha enviado a cientos de miles de ciudadanos al Sáhara y ha colonizado gran parte de su extenso territorio. Lo que ha hecho ahora Donald Trump es avalar esa política de hechos consumados contra los mandatos de la ONU y las sentencias del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que nunca ha reconocido la soberanía de Marruecos.

La decisión de Trump ha dejado a España, y valga la expresión malsonante, con el culo al aire. Ninguno de los Gobiernos de Madrid, con la excepción del de Aznar, ha hecho nada para defender los derechos de los saharauis ni para impedir los abusos de Rabat. Y ello porque siempre ha primado el interés de aplacar al vecino y evitar problemas con la inmigración y con Ceuta y Melilla.

De aquellos polvos vienen estos lodos. España ha perdido los barcos, pero también la honra. Ni se ha sido coherente con las convicciones ni se han calculado bien las consecuencias. Un desastre político y moral que nos debería avergonzar como nación. Pero, además, un ridículo diplomático que corrobora que nuestro país carece de peso en la escena internacional. Hacerlo peor es imposible.