NICOLÁS REDONDO TERREROS-EL MUNDO

En estas cruciales elecciones resultaría imprescindible la elaboración de un discurso que fortalezca los denominadores comunes del 78 y que deje claro que no se dependerá de los separatistas, ni de Vox, ni de Podemos.

SE CUMPLEN AHORA 20 años de la primera vez que defendí públicamente la necesidad de acuerdos políticos entre el PSOE y el PP. En aquel tiempo las razones para hacerlo eran dos y de muy distinta naturaleza. La primera tenía que ver con las circunstancias, la segunda con nuestra historia. Por un lado, la banda ETA actuaba con la estrategia de «socializar el dolor» y de mostrar su fuerza amontonando cadáveres para un diálogo con el Gobierno, que fue siempre una posibilidad hasta que se firmó el Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo. Toscos eufemismos para ocultar su voluntad asesina y su decidido empeño de homogeneizar, con el miedo como instrumento, una sociedad tan plural como cualquier otra de nuestro entorno. A esa estrategia se unía la tibieza del PNV, dedicado por aquel tiempo a realizar cálculos políticos con el fin de seguir alargando su protagonismo en el ámbito nacionalista y su permanencia en el gobierno autónomo, sin desdeñar la posibilidad de rentabilizar las acciones terroristas en sus negociaciones con los respectivos gobiernos nacionales. En esas circunstancias no me pareció descabellado pretender que los socialistas vascos y el PP llegaran a acuerdos para definir una estrategia de defensa de la Constitución del 78 y de la idea de España que contenía la misma. La intención era recobrar la iniciativa frente al terrorismo, defendiendo no sólo la vida de los ciudadanos españoles, sino también la paz, como bien supremo de cualquier sociedad, y la libertad y la igualdad, como principios absolutamente irrenunciables.

Pero a las circunstancias, se unían razones arraigadas en nuestra poco convencional historia. La Transición no había sido producto de una decantación de nuestra historia, más bien podíamos calificarla como un acto de voluntad de la sociedad española, deseosa de olvidar las luchas fratricidas, los combates ideológicos con vocación impositiva, los frentes irreconciliables y la consideración del contrincante como un enemigo al que necesitamos abatir o enmudecer. Pero los actos, por su propia naturaleza, no son duraderos si no se procura que lo sean, y para ello era necesario que la sociedad española consolidara aquel gran acto de voluntad con denominadores comunes sólidos y poderosos sobre los que poder al mismo tiempo basar nuestra convivencia y los debates sobre cuestiones que en cualquier sociedad avanzada aparecen todos los días. La lucha contra el terrorismo etarra era a la vez una necesidad y una oportunidad para fortalecer esos denominadores comunes y los políticos deben enfrentar las necesidades y aprovechar las oportunidades. Lo son igualmente la educación, la política exterior y los retos que la revolución tecnológica plantea a nuestras sociedades. Si sobre estos aspectos del espacio público no hay una posición común, la convivencia se hace quebradiza y las bruscas oscilaciones sustituyen a las suaves alternativas.

El fracaso de este discurso en el seno del PSOE fue en aquel momento inversamente proporcional a su éxito entre lo mejor de España. Mientras iba ampliándose mi minoría en el PSOE encontré coincidencias y mejores razones entre los que sin el escudo de siglas partidarias llevaban tiempo manteniendo la esperanza de ganar a los etarras. Combate desigual que realizaban desde la universidad, desde las tribunas de opinión de los periódicos, denunciando el terrorismo, pero también a los equidistantes y especuladores de desgracias. Aquellos intelectuales consiguieron que la reacción fuera la mejor y más moderna aportación al civismo patriótico y al pensamiento político que se haya realizado en España en los últimos 40 años. Sirva este artículo también de homenaje a los hombres y mujeres entre otros del Foro de Ermua y de ¡Basta ya!

Considero que los políticos dignos de recuerdo son aquellos que favorecen las virtudes de sus respectivas sociedades y debilitan sus defectos. Así en España, donde siempre ha triunfado una mezcla de localismo desorbitado y de frentismo milenarista, la superación del nacionalismo de campanario y de las trincheras ideológicas debe ser el estandarte del político que supera las siglas, que ve más allá de sus intereses más cotidianos, que busca soluciones y huye de la fácil y negativa demagogia que aparece siempre en lo escandaloso, en las exageraciones. Desde el 78, presos de ese optimismo humano tan extendido en nuestros días, creímos que todos los fantasmas del pasado habían quedado justamente donde debían quedar, en el pasado.

Pero desde hace un tiempo, por razones patrias y por causas compartidas con nuestro entorno, han vuelto a reaparecer. Las causas que compartimos con los países de nuestro entorno son las debidas a las transformaciones que la revolución tecnológica provoca en las sociedades modernas. Las propias son las que tienen que ver con los nacionalismos periféricos, que nos devuelven a lo peor de nuestra historia, y con los frentismos ideológicos, que vuelven a imponer divisiones fratricidas entre unos y otros.

Los nacionalismos han vuelto a confundir a los suyos con la sociedad y su voluntad con la democracia. En una vuelta romántica al pasado más primitivo han terminado creyendo que la democracia es consustancial al Homo sapiens, ignorando que es una construcción intelectual paradójica –para que todos seamos libres debemos perder cada uno de los ciudadanos parte de nuestra libertad–, compleja –para que todos tengamos las mismas oportunidades se debe realizar una política radicalmente desigual– y antinatural –para que el futuro de nuestra sociedad dependa de nuestra voluntad debemos ceder nuestro poder decisorio a unos representantes–; una construcción intelectual que sólo nace, sobrevive y se fortalece por y través de las leyes. No existe democracia sin ley, pero los nacionalistas ponen por delante de la ley su voluntad, y terminan confundiendo sus deseos, sus aspiraciones, sus objetivos con la democracia.

En esa situación es muy difícil el diálogo y el acuerdo es imposible. Con esa visión patológica de la democracia el diálogo se convierte en pura imposición y el acuerdo en una estrategia para conseguir una posición política mejorada desde la que sus reivindicaciones se transforman en nuevas exigencias. No advertir que esa tendencia había entrado, después de todos los acontecimientos que culminaron con un referéndum ilegal y organizado como una kermés totalitaria, en fase de explosión, con la consecuencia segura de marginar a la mitad de la sociedad catalana y con el peligro cierto de desestabilizar todo lo conseguido desde el 78, ha sido el gran error de Sánchez. No se puede realizar ninguna acción mínimamente eficaz en Cataluña sin el apoyo de los partidos constitucionales y menos pensar en los independentistas para garantizar la estabilidad política en España. Es muy lamentable que, pasados 40 años, algunos no tengan aún la lección aprendida: mientras los nacionalismos sean necesarios en Madrid serán invencibles en Cataluña o en Euskadi.

EL FRENTISMO, las trincheras han vuelto a la política española. Con la aparición de Podemos ya se trasladó a los extremos parte del discurso político y con la irrupción de Vox parece que toda la política española, que ha abandonado el centro político, se realiza en la periferia, desde la trinchera. Los partidos populistas, sean de izquierdas o derechas, pueden ganar unas elecciones o no, pero lo que consiguen siempre es contagiar su discurso a los partidos institucionales. Será comprobable en poco tiempo la influencia de Vox y Podemos en las derechas y en las izquierdas moderadas por el miedo de éstas a perder una clientela electoral que hasta hace poco consideraban fija. Con la inestimable ayuda de los independentistas catalanes han logrado enardecer el ambiente político. Desde hace un tiempo todo parece más sencillo, más pequeño, poco a poco han logrado, arrastrando al resto, que el escenario político se vea inundado de pasado y de cuestiones impregnadas de moral religiosa.

Hoy como ayer es necesario reconducir la política española a la moderación y a una estrategia de pactos saludables, que retire influencia a todas las posiciones extremistas y radicales. Todos ellos, los extremistas, los populistas y los independentistas han logrado establecer una vez más la figura del enemigo en la política española. Con esa base las trincheras están esperando sus respectivos militantes para un enfrentamiento estéril y sin alternativas. No evitaré mi responsabilidad callando responsabilidades. Creo que todo el ambiente político español se electrificó cuando el presidente del Gobierno renunció a convocar elecciones después de lograr desbancar a Rajoy de la Presidencia del Gobierno, fiando su breve mandato a unos independentistas que vieron en la debilidad del Gobierno una oportunidad de conseguir lo que el Estado de derecho les había negado; sólo la intransigencia totalitaria de los nacionalistas ha evitado males mayores. Pero también tienen su responsabilidad proporcional los que han sido incapaces de imponer sus ideas al griterío, sus soluciones a los insultos, sus programas a las descabelladas descalificaciones. En esta campaña electoral me gustaría oír un discurso que fortalezca los denominadores comunes del sistema del 78, que renuncie de antemano a llevar a cabo en Cataluña políticas sin consenso con otros partidos constitucionales y que deje claro que no dependerá de los independentistas catalanes, ni de Podemos, ni de Vox. Hoy necesitamos un líder, un proyecto, un programa que vea España, a la nación, como algo más y algo superior a la mera coexistencia de ciudadanos con convicciones políticas, ideas religiosas y tradiciones culturales diferentes.

Nicolás Redondo Terreros es miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.