LIBERTAD DIGITAL 13/06/17
CRISTINA LOSADA
· El personaje Iglesias es su peor enemigo en un debate en el que hay que mostrar cualidades que están en las antípodas de las que ha aprendido a desarrollar.
Acabo de repasar los vídeos disponibles de la primera y célebre moción de censura de nuestra democracia. Fue en los últimos días de mayo de 1980. Han pasado, por tanto, treinta y siete añitos. Sin embargo, al ver aquel debate se percibe que desde entonces ha pasado algo más que el tiempo: pasó una época en la que el parlamentarismo podía llevar ese nombre con merecimiento. La tribuna del parlamento no parecía la tarima callejera del agitador. Los diputados hablaban y, en lo que decían, se podía reconocer el hilo, casi nunca corto, del argumento. No hablaban para «dar titulares», con esas frases cortas y pretendidamente agudas, pergeñadas ex profeso para los medios. El tono era pausado. La cortesía se entreveraba con la ironía. Todo ello a pesar de que en 1980 sólo hacía tres años que teníamos un parlamento.
Al ver ahora, en aquellas sesiones, a Felipe González, no extraña nada que el debate de la moción de censura contra Adolfo Suárez le permitiera entrar en la sala de espera de la Moncloa. González no sólo había dicho adiós al marxismo y a los trajes de pana; también arrumbó la radicalidad y la agresividad. Al menos, prescindió por completo de ellas en un debate que sabía y quería crucial para su carrera política y las posibilidades electorales de su partido. Fue moderado y contundente, sin que tuviera que levantar la voz. Dijo perogrulladas, sí, y ya asomaba su lenguaje «cantinflesco», como lo describirían años después Amando de Miguel y José Luis Gutiérrez. Pero, en conjunto, dio una impresión de capacidad, liderazgo y sensatez. Ni él ni Guerra se emplearon ahí a fondo para destruir a Suárez.
La moción de censura de 1980, igual que la segunda, la de Hernández Mancha, se sabían perdidas de antemano. Sus promotores no las hicieron para ganarlas, sino para ganar prestigio. Para ganar, en concreto, la confianza de los votantes. De más votantes que los propios, conviene precisar. González triunfó en ese empeño. Hernández Mancha fracasó bochornosamente. ¿Conseguirá Iglesias Turrión, con la misma jugada, el mismo éxito que Gónzalez hace más de tres décadas? Veamos. De un lado, tiene a su favor que el parlamentarismo ya no es lo que era. Del otro, tiene en contra que Podemos ha abusado tanto del espectáculo que esta ocasión, que querría espectacular, ve reducido su poder de atracción. Pero a quien más tiene en contra Iglesias en este debate es a Iglesias.
El personaje Iglesias es su peor enemigo en un debate en el que hay que mostrar cualidades que están prácticamente en las antípodas de las que ha aprendido a desarrollar. Aunque el tono de los mítines y las tertulias televisivas haya impregnado el debate político y parlamentario, todavía se requieren ciertas cualidades clásicas si uno quiere aparecer como un candidato creíble a la presidencia del Gobierno. Las del agitador no están entre ellas. La agresividad desmedida, la indignación desbordante y la falta de autocontrol, tampoco. Aquello que desata el aplauso de los suyos en los mítines, los zascas que se celebran en las tertulias y en Twitter son contraproducentes. Puede que no lo parezca, pero en España aún hay muchos ciudadanos que entienden que gobernar es asunto serio. Es probable que no prestemos toda la atención debida al detalle de las propuestas, pero el tono, el carácter, la imagen y el lenguaje también transmiten.
Si lo que pretende Iglesias con esta moción es reforzarse como líder de Podemos, podrá hacer lo que ha venido haciendo, y ser él mismo. Pero si quiere llegar a otros caladeros, no podrá ser el que ha sido. El problema es que una mutación, a estas alturas de la película, no será creíble. Es más, aunque quisiera, Iglesias no es ni podrá ser González, y su segunda no es ni podrá ser Guerra.